Viento del este, viento del oeste - Pearl S. Buck
PEARL S. BUCK
VIENTO DEL ESTE, VIENTO DEL OESTE
Título original: EAST WIND, WEST WIND
Traducción de G. y L. Gosse
De la edición digital para Biblioteca-irc:
Escaneo y O.C.R.: kamparina
Corrección: Tehutrón
http://biblioteca.d2g.com
2
Habla una mujer china.
3
PRIMERA PARTE
4
CAPÍTULO I
A ti puedo hablarte, hermana, como a ninguna otra de
mis verdaderas hermanas de raza. ¿Qué saben ellas de esos
países lejanos donde vivió mi marido durante doce años?
Tampoco podría hablar libremente a una de esas
extranjeras que no comprenden a mi pueblo, ni las
costumbres que hemos conservado desde los tiempos del
antiguo imperio. Es cierto que tú perteneces a esas tierras
donde mi marido estudió sus libros occidentales; pero no
dejarás por eso de comprenderme. Te digo la verdad. Te he
llamado hermana y te lo contaré todo.
Mis verdaderos padres, como sabes, vivieron durante
cincuenta años en esta vieja ciudad del Reino Central. Nunca
se dejaron influir por tendencias modernas, ni concibieron el
deseo de cambiar. Vivieron en paz, dignamente, satisfechos
de su rectitud; y así me educaron, según las honorables
tradiciones. Nunca se me ocurrió pensar que llegara un
momento en que desease ser de otro modo. No tenía ningún
deseo, y nada de lo que provenía de afuera me interesó
jamás. Pero ahora ha llegado el día en que debo cambiar;
miro a esas extrañas mujeres modernas con un interés que
nace del deseo de convertirme en una de ellas; y esto,
hermana, no es por mí, sino por amor a mi marido.
¡Él no me encuentra bonita! Ha navegado por los cuatro
mares, ha visitado países lejanos; y en ellos aprendió a
apreciar muchas cosas y costumbres nuevas.
Cuando cumplí los diez años dejé de ser una niña; mi
madre, una mujer prudente y buena, me decía así:
Una mujer debe guardar ante los hombres un florido
silencio, procurando retirarse tan pronto como sea posible
hacerlo sin pasar por torpe.
Estas palabras sonaban en mis oídos la primera vez que
me encontré ante mi esposo. Incliné la cabeza, levantando
las manos sin contestar a su discurso. ¡Pero temo que debió
parecerle muy monótono mi silencio!
Cuando reflexiono sobre la manera de interesarle, de
pronto toda mi inventiva me parece estéril, yerma como los
arrozales después de la cosecha. Durante las horas que paso
a solas, ocupada en bordar, pienso en muchas cosas bellas y
5
delicadas que le diría. Por ejemplo, lo mucho que le quiero.
No, tenlo en cuenta, con las expresiones groseras copiadas
del Oeste rapaz, sino con expresiones veladas, como ésta:
Mi señor, ¿has visto el amanecer esta mañana? Se hubiera
dicho que la tierra saltaba al encuentro del sol. Al principio,
todo era oscuridad; luego, surgió la luz como una nota
musical. Mi señor, yo soy tu pobre tierra, que espera.
O bien le diría, cuando en su barca se aventura, por la
noche, en el lago de los lotos:
¿Qué ocurriría si las pálidas aguas no sintieran la atracción
de la luna? ¿Si la onda no fuese nunca más vivificada por su
luz? Mi señor, ¡ah!, ten cuidado y vuelve sano y salvo, para
que yo no me convierta, privada de ti, en una cosa pálida y
sin vida.
Eso es lo que yo quisiera decirle. Pero cuando regresa,
vestido con sus extrañas ropas exóticas, no me atrevo a
hablarle. ¿Acaso he de persuadirme de que soy la esposa de
un extranjero? Apenas me habla, sus palabras son siempre
raras e indiferentes, casi no me mira. Parece como si no se
diese cuenta de que llevo mi quimono de seda color
melocotón y que en los cabellos, bien rociados de frescos
aromas, luzco todas mis perlas.
Este es mi tormento. Hace apenas un mes que me
casé..., y a sus ojos ya no soy hermosa.
En eso pienso desde hace tres días, hermana. He de
recurrir a la astucia y pensar en el medio de atraerme las
miradas de mi marido. ¿Acaso no desciendo yo de
numerosas generaciones cuyas mujeres supieron atraerse el
favor de sus señores? Durante un siglo, todas fueron hermosas,
exceptuando a Kwei-mei, de la época de los Sung, a quien la
viruela desfiguró a la edad de tres años. E incluso de ésta los
escritos dicen que tenía unos ojos negros muy bellos y una voz
que conmovía el corazón de los hombres, como en otoño el
soplo del viento conmueve los cañaverales. Su esposo, que
tenía seis concubinas, todas ellas dignas de su rango y
riquezas, la quería hasta el punto de anteponer su amor por
ella al de todas las otras. ¿Y qué te voy a decir de mi abuela,
Yan Kwei-fei, «la que sostenía en su puño a un pájaro
blanco»? Sería más exacto decir que hubiera elevado entre
las palmas perfumadas de sus manos todo el imperio, si el Hijo
del cielo hubiese estado loco por ella. De todas estas
honorables antepasadas mías, yo no soy más que una
6
sombra; sin embargo, creo que un poco de su sangre corre
por mis venas.
Me he mirado en el espejo de bronce. No tanto por mí
como por amor a mi esposo, hermana, pero te digo que las
otras son menos bellas que yo. Mis ojos, lo sé muy bien, están
bien modelados, el blanco contrasta netamente con el
negro. Las orejas, pequeñitas, delicadamente pegadas a la
cabeza, me permiten llevar pendientes de oro y jade bien
arrimados. Mi boca también es pequeña y su curva se ajusta
al óvalo de mi cara. Pero no quisiera ser tan pálida, y que la
línea de mis cejas se elevase unos milímetros más hacia las
sienes. Para atenuar esta palidez me paso la palma de la
mano, apenas velada por una tintura roja. Una pincelada
negra hace que mis cejas sean perfectas.
Así me encuentro bastante hermosa, y dispuesta para
recibir a mi marido. Pero en el instante en que sus ojos se fijan
en mí, comprendo que no observa ni mis labios ni mis cejas.
Los pensamientos de mi esposo vagan por la tierra, por los
mares, por todas partes, excepto donde yo estoy
esperándole.
Cuando el astrólogo fijó la fecha de mi casamiento,
cuando las cajitas de laca encarnadas estaban llenas hasta
los bordes, cuando los vestidos de seda con flores escarlata
fueron colocados en la mesa, y los dulces del casamiento se
amontonaron formando pequeñas cumbres como pagodas;
cuando todo estuvo preparado, mi madre me llamó a su
habitación. Al entrar primero me había lavado las manos y
alisado mis cabellos la encontré sentada en su silla negra
tallada, bebiendo té. Apoyada contra la pared estaba la
larga pipa de bambú incrustada de plata. No me atrevía a
levantar los ojos y encontrar su mirada maternal, que yo sabía
fija en mí, escrutadora. En aquel silencio la sentía penetrar en
mi corazón, fría y acerada. Por último, ordenó que me
sentase. Mi madre era muy sensata. Jugando con unas
cuantas semillas de melón, esparcidas en un plato que había
sobre una mesa colocada cerca de ella, dijo, mirándome
con su rostro tranquilo y su acostumbrada expresión de infinita
tristeza:
Kwei-lan, hija mía, estás en vísperas de casarte con el
hombre a quien fuiste prometida antes de haber nacido. Su
padre y el tuyo se querían como hermanos, y juraron unirse
por medio de sus hijos. En aquella época, tu prometido no
7
tenía más que seis años; entonces naciste tú. Así fuiste
destinada y con ese fin te hemos educado.
Tu matrimonio ocupó siempre mis pensamientos durante
los diecisiete años de tu vida. Todo lo que te he enseñado lo
hice teniendo presente a la madre de tu marido y a él.
Pensando en su madre te enseñé a preparar y servir el té a
una señora de edad; cómo se debe comportar una en su
presencia, cómo se escucha en silencio cuando habla una
anciana, tanto si es para criticar como para elogiar.
Siempre y en todo te he instruido en la necesidad de
someterte como una flor se somete a la lluvia y al sol.
Pensando en tu marido te enseñé cómo debes ataviarte,
cómo se habla con los ojos y la expresión, pero sin palabras,
como... Pero eso lo comprenderás por ti misma cuando llegue
el momento de quedarte a solas con él.
Así, pues, creo que estás bien educada en todos los
deberes de noble dama. Sabes cómo se preparan los dulces
y los guisos aptos para excitar el apetito de tu marido,
haciéndole reflexionar en lo mucho que vales. No olvides
nunca lisonjearle con la ingeniosa preparación de comidas.
En cuanto a la urbanidad y etiqueta de la vida
aristocrática (cómo debes presentarte y despedirte de tus
superiores; cómo has de hablarles; cómo tienes que entrar en
la silla de mano y saludar a la madre de tu marido en
presencia de extraños), son cosas que ya conoces. La
conducta del ama de casa, el matiz de sus sonrisas, el arte de
adornar sus cabellos con flores y joyas, la pintura de los labios
y las uñas, el empleo de los perfumes, la perspicacia en la
elección del calzado... ¡Ay de mí, cuántas lágrimas me han
costado tus pies! Pero, que yo sepa, ninguna muchacha de tu
generación puede enorgullecerse de tenerlos tan pequeños.
A tu edad, los míos eran un poco más diminutos; y si tengo
una esperanza es que los Li habrán tomado en cuenta mis
recomendaciones, vendando más estrechamente los pies de
su hija, la prometida de tu hermano. Pero te confieso que
tengo miedo. Según me han dicho, la hija está versada en la
ciencia de los Cuatro Libros; y en las mujeres, la instrucción ha
sido siempre en detrimento de su belleza.
¡Con tal que mi nuera se parezca a ti, hija mía! Conoces
el arte de tocar el arpa, ese venerable instrumento cuyas
cuerdas han vibrado bajo los dedos de muchas generaciones
de nuestras mujeres para deleitar a sus señores. Tus dedos son
8
ágiles, hija mía, y tienes las uñas largas. Incluso te hemos
enseñado los famosos versos de nuestros antiguos poetas y
sabes cantarlos dulcemente con el acompañamiento del
arpa. Tu suegra no podrá objetar nada, estoy segura, en lo
que concierne a la bondad de mi trabajo. ¡A menos que tú
resultes impotente para traer hijos varones al mundo! Pero
incluso he pensado en esa eventualidad, y si pasase el primer
año sin novedad alguna, no dejaría de ir al templo con un
presente para la diosa.
La sangre me subía al rostro. Recordando el pasado no
lograba convencerme de que lo ignoraba todo con respecto
a los nacimientos y maternidad. En una casa como la nuestra,
donde mi padre tenía tres concubinas que no pensaban más
que en concebir y educar hijos, el deseo de tener hijos
varones era una cosa demasiado común para que eso
pudiera constituir los elementos de un misterio. Pero pensar
que yo... Mi madre no veía el rubor que me cubría las mejillas.
Absorta en sus pensamientos, se puso a manosear de nuevo
las semillas de melón.
Tan sólo existe una incógnita dijo por último , y es que
tu marido ha estado en el extranjero, donde estudió las
medicinas de esas gentes. No solamente sé... ¡Pero basta! El
porvenir dirá. ¡Puedes retirarte!
CAPÍTULO II
Mi madre nunca me había hablado tan extensamente.
Hablaba en raras ocasiones y nada más que para corregir o
mandar, tal como era justo que hiciese.
Ninguna de las alojadas en las habitaciones destinadas
a las mujeres podía igualarse a ella, la primera dama, tanto a
causa de su rango como de su capacidad. Hermana,
¿conoces tú a mi madre? Es muy delgada, su rostro pálido y
tranquilo parece esculpido en marfil. He oído decir que en su
juventud, antes de casarse, tenía magníficas cejas, de esas
que llaman «de falena», y los labios delicados como las
coralinas nueces del albérchigo... ¿Y los ojos? La tercera
concubina, que no tiene pelos en la lengua, dijo un día a ese
propósito:
La primera dama tiene ojos parecidos a joyas tristes: perlas
9
negras que languidecen por un exceso de ciencia y dolor.
¡Pobre madre!
De niña, ninguna se parecía a ella. Mi madre
comprendía demasiado bien las cosas; en casa se movía con
la tranquila dignidad que la caracterizaba, manteniendo a
raya a las concubinas y a sus hijas. Los servidores la
admiraban, pero no sentían aprecio por ella. Muchas veces
les oía refunfuñar porque ni tan siquiera podían coger las
migajas de la cocina sin que ella se diese cuenta. Sin
embargo, no les regañaba nunca con la violencia de las
concubinas cuando se enfadaban. Si algo le desagradaba,
sus labios pronunciaban pocas palabras de reproche; pero
las decía con un tono tan altanero, que producían el efecto
de agujas de hielo que penetrasen en la carne.
A mi hermano y a mí nos trataba amablemente, pero
con seriedad y sin expansionarse, tal como convenía a su
rango en familia. De sus seis hijos, la crueldad de los dioses le
arrebató cuatro en la primera infancia. Esto explica su gran
apego a mi hermano, el único varón. Mientras le quedase un
hijo varón, mi padre no podría encontrar motivo de queja
contra ella. Por otra parte, estaba tan orgullosa de su hijo que
llegaba a prescindir del padre.
¿Has visto tú a mi hermano? Se parece por completo a
mamá. Su cuerpo es sutil como el de ella: contextura
delicada, alto y derecho como un bambú joven.
Durante nuestra infancia siempre estuvimos juntos: me
enseñó a escribir, con tinta y un pincel, las primeras letras de
mi cuaderno. Pero él era un mocito, mientras yo no era más
que una chiquilla. Cuando cumplió nueve años yo tenía
seis le trasladaron de las habitaciones de las mujeres a las
que pertenecían a mi padre.
A partir de entonces nos vimos raramente; conforme se
hacía mayor, consideraba vergonzoso visitar a las mujeres;
además, mi madre no le animaba a que viniese con nosotras.
En cuanto a mí, nadie me permitió nunca, como es
natural, que pusiese los pies en el ala destinada a los
hombres. Recuerdo que una vez, poco después de nuestra
separación, me atreví a acercarme, favorecida por la
oscuridad, a la puerta redonda que comunicaba con las
habitaciones de los hombres. Pegada contra la pared, miré
ávidamente si mi hermano jugaba en el jardín, pero
únicamente vi a los criados que iban y venían, llevando
10
recipientes llenos de humeantes manjares. Cuando abrían la
puerta de las habitaciones de mi padre oía el eco de risas,
mezclado a un canto femenino con voz de falsete. Una vez
cerrada la puerta, el silencio volvía a reinar en el jardín.
De pronto, cuando ya hacía un buen rato que estaba
allí, escuchando las risas de los invitados al banquete y
diciéndome que mi hermano también debía de tomar parte
en la fiesta, sentí que me tiraban con fuerza del brazo. Era
Wang-Da-Ma, la primera camarera de mi madre.
¡Si te vuelvo a coger espiando prorrumpió , se lo diré a
tu madre...! ¿Habráse visto una niña tan poco modesta como
para curiosear lo que hacen los hombres?
Pálida de vergüenza, no pude más que murmurar una
excusa:
Buscaba a mi hermano.
A lo que ella respondió con firmeza.
Tu hermano también es ahora un hombre.
A partir de entonces no le vi casi nunca.
Sabía que le gustaba estudiar y que en poco tiempo se
había hecho muy versado en los Cuatro Libros y los Cinco
Clásicos: tanto es así, que mi padre, accediendo por fin a sus
ruegos, le permitió frecuentar un colegio extranjero de Pekín.
En la época de mi casamiento estudiaba en la Universidad
Nacional, y en sus cartas no pedía más que una cosa: que le
dejasen ir a América. Al principio, mis padres no querían oír
hablar de eso, y mi madre nunca cambió de opinión en ese
respecto. Pero mi padre no quería que le molestasen y, a
fuerza de insistir e importunarle, mi hermano consiguió su
consentimiento.
Durante los dos períodos de vacaciones pasados en
casa a su regreso, citaba frecuentemente un libro al que
llamaba «ciencia», con gran desengaño de mi madre, que no
lograba comprender su utilidad. La última vez que vino,
compareció vestido de una manera exótica, y mi madre no
ocultó su desaprobación. Viéndole entrar con aquellos
vestidos negros, que le daban el aspecto de un extranjero,
golpeó el suelo con su bastón.
¿Qué significa eso? ¿Qué se te ha metido en la cabeza?
¡No admito que vengas a mi presencia con semejantes
vestiduras!
Mi hermano pareció muy molesto, pero no tuvo más
remedio que cambiar de traje. Durante dos días no
11
compareció, y mi padre hubo de intervenir, riendo, para que
se mostrase de nuevo. Pero a mi madre le sobraba la razón:
vestido a la manera de los nuestros, mi hermano tenía el
aspecto de un estudiante. Las vestiduras extranjeras, que le
ocultaban las piernas, le daban el extravagante aspecto de
una persona nunca vista en nuestra familia.
Es más, durante estas dos visitas habló muy poco. Ignoro
los libros que leía; la preparación de mi casamiento me había
impedido proseguir los estudios clásicos.
Naturalmente, no se hablaba nunca de su matrimonio;
hablar entre nosotros de semejantes argumentos hubiera sido
una incorrección. Por algunas indiscreciones de los sirvientes
me enteré, sin embargo, de que mi hermano no quería oír
hablar de su casamiento, y que su actitud rebelde había
obligado a mi madre a retrasar tres veces la fecha de la
boda. Cada vez que esto ocurrió, mi hermano pudo
convencer a papá de lo necesario que sería permitirle
continuar sus estudios. Desde luego, yo no ignoraba que
estaba prometido a la segunda hija de los Li, gente
importante de la ciudad a causa de su situación y riqueza.
Bastará decir que tres generaciones a partir del jefe de los Li,
habían administrado un cantón en la provincia, donde el jefe
de nuestra casa fue también gobernador de distrito.
Naturalmente, nunca habíamos visto a la prometida. Mi
padre concertó el casamiento antes de que mi hermano
cumpliese un año. Esto imponía a las dos familias cierta
circunspección; antes de efectuarse la boda, visitarle hubiera
sido poco decoroso. En cuanto al noviazgo, nunca se decía
nada.
Una vez tan sólo oí murmurar a Wang-Da-Ma, en presencia
de otras sirvientas:
¡Es lástima que la hija de los Li sea tres años mayor que
nuestro patroncito! El marido debe ser superior a la mujer,
incluso en edad. Pero la familia es de rancia alcurnia, rica y...
Se dio cuenta de mi presencia y enmudeció súbitamente,
reemprendiendo su labor.
¿Por qué se negaba mi hermano a casarse? Era
incomprensible. Cuando la primera concubina lo supo, se
echó a reír y dijo:
¿Se habrá enamorado en Pekín de alguna hermosa
muchacha?
Pero yo no creía que mi hermano pudiese amar algo que no
12
fuese sus libros.
Yo era la única que pensaba así en las habitaciones de las
mujeres.
Es verdad que había los niños de las concubinas, pero mi
madre los consideraba como bocas que deben tenerse en
cuenta al calcular las raciones diarias de arroz, aceite y sal;
eso aparte, y luego de encargar la tela de algodón necesaria
para sus vestidos, no se ocupaba más de ellos.
Las concubinas, ignorantes en grado sumo, se tenían
mutuamente celos a causa de las predilecciones de mi
padre. Durante cierto tiempo tenían un rostro encantador,
pero su belleza se marchitaba como una flor cogida en
primavera; y con su belleza desaparecían los favores de mi
padre. Pero ellas no parecían darse cuenta de que ya no
eran guapas; y durante días y días, luego de su vuelta, las
veía muy ocupadas en arreglar vestiduras y joyas. Durante los
días festivos, o cuando ganaba en el juego, mi padre les
daba dinero, que regularmente se gastaban en dulces o
vinos de su gusto. Cuando habían gastado sus fondos, y en
previsión del regreso de su señor, recurrían a la servidumbre
para pedir dinero prestado, que se gastaban en sandalias y
collares nuevos para sus cabellos.
Cuando los sirvientes se daban cuenta que una de ellas
había perdido el favor de mi padre, procuraban mostrarse
despectivos, y si accedían al préstamo era imponiendo muy
duras condiciones.
Recuerdo a la más vieja de las concubinas. Era sosa y
regordeta, y los rasgos de su cara casi desaparecían entre los
hinchados carrillos. No tenía bonito más que sus pequeñas
manos, de las que se mostraba muy orgullosa. Siempre las
estaba lavando con aceite, frotándose las palmas con tintura
roja, y las uñas, ovaladas, con carmín; acababa rociándolas
con un pesado perfume de magnolia. Mi madre, aburrida a
veces de ésta y otras manías, le ordenaba ejecutar trabajos
rudos, como lavar y coser. Esta segunda dama no se atrevía a
desobedecer, pero se quejaba a las otras concubinas de que
mi madre se sentía celosa y quería estropear la belleza que
ella reservaba para mi padre. Y mientras se lamentaba, volvía
a lavarse las manos, examinándolas cuidadosamente para
ver si la delicada piel estaba cortada o endurecida. El
contacto de aquellas manos me daba náuseas. Eran
blandas, muy calientes, y parecían derretirse cuando se las
13
oprimía. Ni que decir tiene que mi padre había perdido
desde hacía tiempo toda veleidad por ella, pero seguía
dándole dinero, y cuando volvía de sus viajes pasaba la
noche en sus habitaciones para no oírla berrear por los
pasillos, haciéndose fuerte en el hecho de ser la madre de
dos varones.
Sus hijos estaban hechos a imagen y semejanza suya.
También eran gruesos, y no quisiera recordarlos en el acto de
comer o beber. En la mesa se hartaban al mismo tiempo que
los demás, y luego de la comida se insinuaban furtivamente
en el patio de la servidumbre, donde sostenían grandes
discusiones para procurarse adelantos. Eran dos glotones.
Sabían que mi madre no podía soportar a los golosos y
temían su sobriedad, ya que ella no les distribuía más que una
taza de arroz con un pedazo de pescado salado o un muslo
de pollo frío; todo ello rociado con unos cuantos sorbos de té
aromático.
De la segunda dama, únicamente recuerdo su miedo
de morir. Se atracaba de pastelillos y semillas oleaginosas de
sésamo, y cuando se sentía enferma no hacía más que
quejarse, llena de terror, gritando como una desesperada
para que le trajesen a los padres budistas. Que los dioses la
curasen y regalaría un collar de perlas al templo. Pero una vez
curada, volvía a atiborrarse como antes y no parecía
recordar la promesa hecha.
La segunda concubina, la tercera dama, era una
mujercita taciturna, que vivía un poco apartada de los
trabajos de la familia. No podía consolarse de haber dado a
luz tres niñas, una tras otra, y tan sólo un niño. De las niñas se
ocupaba muy poco o nada en absoluto; las pobres eran
consideradas en la casa algo así como unas esclavas. Por el
contrario, por el niño gordo y paliducho, que a los tres años
no sabía andar ni hablar sentía un gran afecto. La veíamos
pasar el rato, en un rincón del patio, al sol, acariciando a la
criatura, que no hacía más que lloriquear, pegada a los
largos y fláccidos senos de su madre.
La concubina que menos me disgustaba era la tercera, una
pequeña bailarina de Suchow. Se llamaba La-may, y era
graciosa como la flor de La-may, cuyo nombre llevaba, y
que, como sabes, abre las corolas de oro pálido en las ramas
primaverales todavía privadas de hojas. Como la flor de Lamay,
era dulce, pálida y dorada. Diferenciándose de las otras
14
concubinas, no se maquillaba, limitándose a acusar un poco
el negro de sus cejas y ponerse una sombra de carmín en el
labio inferior. Al principio, apenas la veíamos. Mi padre estaba
orgulloso de ella y la llevaba por doquier donde él iba.
El año que precedió a mi casamiento, La-may no salió
apenas de casa. Esperaba un hijo que, en efecto, nació
hermoso y robusto. Lo cogió, poniéndolo en los brazos de mi
padre y compensándolo así de los presentes, las joyas y el
afecto que le había prodigado.
Durante los últimos meses antes del parto, mostróse muy
contenta. No cabía en su pellejo, la casa entera resonaba
con sus carcajadas. Muy elogiada a causa de su belleza
no recuerdo haber visto jamás una criatura tan hermosa ,
apreciaba las sedas de color verde jade combinadas con
terciopelo negro. En sus delicados lóbulos llevaba pendientes
de jade, y aunque desdeñaba a los demás, distribuía
generosamente los dulces servidos durante las fiestas
nocturnas a que había asistido en compañía de mi padre. Se
hubiera dicho que ella no comía nada. Cuando mi padre se
iba, todo reducíase a un pastel de sésamo por la mañana, y
media taza de arroz al mediodía; a lo más, añadía un brote
de bambú o una tajada de ánade salada. Sin embargo,
sentía gran predilección por los vinos extranjeros, y cortejaba
a mi padre para que le comprase cierto líquido dorado que
desprendía burbujitas de plata. Aquel líquido la hacía reír, y
cuando había bebido un poco, se volvía expansiva y sus ojos
brillaban como cristales negros. Mi padre, encantado y
divertido, le pedía que cantase y bailase para él.
Cuando mi padre se divertía, mamá se retiraba a sus
habitaciones para leer las excelsas máximas de Confucio.
Cuando yo fui una jovencita, me preguntaba a menudo la
razón de aquellas fiestas nocturnas, y tenía unos deseos locos
de curiosear, como hice cuando fui en busca de mi hermano.
Mi madre no me lo hubiera permitido jamás y me daba
reparo engañarla.
Pero, una vez más ¡mi desobediencia me llena
todavía de vergüenza! aprovechando la oscuridad de una
noche sin luna, me escurrí cautelosamente hasta la puerta
que conduce a las habitaciones de mi padre; alguien la
había dejado abierta. El día había sido largo y cálido, y la
noche llegó ardiente y pesada por el perfume del loto. En
nuestras habitaciones de las mujeres reinaba un silencio
15
sepulcral, me sentía agitada y oprimida por extraños y vagos
deseos. Y, de pronto, al mirar lo que había tras la puerta, sentí
mi corazón a punto de cesar sus latidos. Todas las puertas
estaban abiertas, la luz de centenares de linternas se
reflejaba hacia el exterior, hacia el aire inmóvil y oscuro. En el
interior, sentados a las mesas cuadradas, vi algunos hombres
que comían y bebían, servidos por camareros muy
apresurados. Detrás de la silla de cada uno de los invitados,
había, de pie, una jovencita. La única mujer sentada, al lado
de mi padre, era La-may. La veía muy bien; sonreía un poco y
tenía el rostro brillante como los pétalos de una flor. Se había
vuelto hacia mi padre y le murmuraba algo sin apenas mover
los labios. Del grupo de los hombres partían ruidosas risotadas,
pero ella no las coreaba y continuaba sonriendo con su
estereotipada sonrisa.
En aquella ocasión, quien me descubrió fue mi madre.
Agobiada por el calor, había salido a tomar el aire en el
patio, contrariamente a sus costumbres. De pronto, me vio y
me ordenó entrar en seguida en mi habitación. Allí vino a mi
encuentro, y luego de haberme golpeado repetidas veces las
manos con su abanico de bambú cerrado, me preguntó si es
que me interesaba ver a unas cuantas meretrices. Me sentí
avergonzada y lloré. Al día siguiente, según órdenes de mi
madre, la puerta fue obstruida por una verja.
Pero, a pesar de todo, mi madre trataba a La-may
afablemente, y el servicio se hacía lenguas elogiando tanta
magnanimidad. Quizá las otras concubinas hubieran dado
cualquier cosa por verla tratada con rigor, como fácilmente
se comprende en una casa donde hay varias mujeres; pero
mi madre, sin duda, sabía lo que se preparaba.
Cuando fue madre, la tercera concubina juzgó muy
natural que mi padre la volviese a lucir en público, como
antes. Por temor de arruinar su propia belleza, no dio el pecho
a su hijo, y éste fue confiado a una robusta esclava que
acababa de dar a luz una chiquilla, suprimida como es de
suponer. El aliento de la esclava olía muy mal; pero era
gruesa y plácida, y el pequeño, que dormía todo el día
cogido a su seno, se encontraba mejor en sus brazos que con
su madre. Ésta, por lo demás, se preocupaba muy poco de
él. Los días de fiesta le gustaba vestir al niño de encarnado y
calzarle los pies con unas sandalias que tenían una cabeza
de gato en la punta. Cuando el niño gimoteaba, lo devolvía,
16
inmediatamente y con impaciencia, a la esclava.
Contrariamente a lo que había supuesto, el nacimiento
del niño no le dio nuevos ascendientes sobre mi padre.
Legalmente había cumplido su tarea, pero, sin embargo, se
veía obligada a encontrar cada día nuevas astucias para
conservar su amor, tal como han hecho siempre nuestras
mujeres. Pero todo fue inútil. Su belleza, después de nacer el
niño, no era la de antaño. Su rostro, terso como una perla, se
relajó un poco..., lo suficiente para malograr su aspecto de
juvenil delicadeza. Pero no se daba por vencida, y siguió
llevando sedas de color jade, adornándose con pendientes
de jade y dejando oír su risa argentina; pero cuando mi
padre salía de viaje ya no se la llevaba consigo.
Al principio, La-may se extrañó; luego, tuvo tal acceso
de ira, que daba miedo verla. Naturalmente, las otras
concubinas se alegraban, aunque fingían consolarla. En
cuanto a mi madre, acrecentó su amabilidad. Un día oí a
Wang-Da-Ma que murmuraba, haciendo alusión a la
concubina en desgracia:
Ya tenemos otra cesante a la que habremos de
alimentar... ¿Cuándo se hartará el patrón de las mujeres de
esa clase?
A partir de entonces, La-may fue otra. Desilusionada, su
carácter sufría alteraciones; de un período de irritabilidad
pasaba a un tedio profundo, a causa de la existencia
monótona que se veía obligada a llevar en el patio de las
mujeres. La-may estaba hecha para los banquetes, para ser
objeto de la admiración de los hombres. Su melancolía
aumentó hasta el punto de atentar contra su vida. Eso, sin
embargo, ocurrió después de mi casamiento. No debes creer
que con todo eso la vida era triste en casa: al contrario, era
una vida feliz, y muchas de nuestras vecinas envidiaban a mi
madre a causa del respeto con que mi padre la trataba y
que no había dejado de profesarle, por su inteligencia y la
hábil dirección de la casa; mi madre pasaba, en un silencio
ecuánime y generoso, los excesos de mi padre.
Así vivían honorablemente en paz.
¡Oh, mi querida casa! Las imágenes de mi infancia
acuden a mi memoria como las figuras de una linterna
mágica. He aquí el patio donde, cuando amanecía, me
gustaba ver abrirse la flor de loto en el estanque, y la peonía
florecer en la terraza. Allí están las habitaciones interiores: en
17
el suelo de ladrillos juegan los niños; ante los nichos de los
dioses arden velitas de cera. En la habitación de mi madre,
una figura severa, inclinada sobre un libro..., en el fondo la
enorme cama de baldaquino.
De todas las habitaciones de la casa prefería la sala de
huéspedes, con sus macizas cajas de madera negra de teca,
la larga mesa esculpida, los estores de seda roja. Sobre la
mesa, en la pared, se hallaba una pintura del último
emperador Ming. Veo todavía la expresión indomable de
aquel rostro, la barbilla como si fuese de granito, los sutiles
bigotes que caen a uno y otro lado. La pared de Levante
estaba enteramente ocupada por una ventana que llegaba
hasta el techo esculpido. A través de las hojas de papel de
arroz se filtraba la luz difusa, dando relieve a la sala un poco
oscura, y llegaba hasta las vigas del techo, ribeteadas de oro
y carmín.
Sentía cariño por la sala de los antepasados, donde me
gustaba refugiarme a la hora del crepúsculo. Sentada en un
rincón, como arrebatada por una música, seguía absorta, en
el gran silencio, la invasión de las sombras.
Había que ver la sala de los antepasados el segundo día
de Año Nuevo, reservada a la visita de las grandes damas. El
ambiente era señorialmente festivo, y en la antigua sala
entraban señores brillantemente vestidos. En aquel esplendor
resonaban risas, se cogían frases al vuelo, los esclavos
circulaban, portadores de recipientes de laca colmados de
pastelitos minúsculos. Mi madre presidía cortésmente... Hacía
siglos que las viejas vigas veían todos los años la misma
escena. Confusión de cabelleras, ojos negros, sedas y raso
con los colores del arco iris, y los peinados brillantes de joyas;
jade, perlas, rubíes que armonizaban con las turquesas y el
oro que los invitados lucían en sus manos ebúrneas.
¡Oh, mi querida casa, mi amada querida!
Me veo muy pequeñita, cogida de la mano de mi
madre. Estoy en el patio mientras arden las divinidades en la
cocina. Antes de entregarlas a las llamas, sus labios han sido
untados con miel para lograr que lleguen al cielo llenas de
dulces
palabras y olviden referir los litigios de la servidumbre y las
sisas. La idea de unos mensajeros que están a punto de subir
a los arcanos celestiales nos deja mudas y como asustadas.
Nadie habla.
18
Me veo en la fiesta del Dragón. Para esta circunstancia
me han vestido de seda encarnada, bordada con flores de
ciruelo. Ardo en impaciencia esperando la noche y la llegada
de mi hermano que me conducirá a la ribera del río para ver
pasar la barca del Dragón.
Veo la trémula linterna de loto que mi vieja nodriza me
regaló el día de la fiesta de las Linternas. La nodriza se ríe de
mi expresión cuando, una vez llegada la noche, prendo el
pabilo de la humeante vela.
Me veo andando con pasos lentos, al lado de mi madre,
cuando entrábamos en el templo. Observo cómo deposita el
incienso en la urna, y con ella me arrodillo piadosamente
ante los dioses; con el frío del miedo en el alma.
Yo pregunto, hermana, cómo, con semejante pasado,
me podía adaptar a un hombre del carácter de mi marido.
¿Para qué sirven todos mis dones? Decido ponerme una
chaquetilla de seda azul con botones negros incrustados de
plata. Me adornaré los cabellos con flores de jazmín, calzaré
las sandalias de raso bordadas de azul y saludaré a mi señor
cuando entre... Lo hago así, pero es en vano. Sus ojos corren
inmediatamente hacia otras cosas...; las cartas abiertas
encima de la mesa, los libros. Para mí, ni un solo pensamiento.
Tengo el corazón atormentado por el temor. Recuerdo
un episodio que ocurrió antes de mi casamiento. Un día vi a
mi madre, turbada de una manera fuera de lo corriente,
escribir dos cartas, una a mi padre y otra a mi futura suegra.
¿Qué ocurría? Por las indiscreciones de la servidumbre supe
que mi prometido quería romper. Objetaba que yo no estaba
instruida y llevaba los pies comprimidos entre vendas. Me
enfadé, las esclavas tuvieron miedo y juraron que no
hablaban de mí, sino de la segunda hija de la obesa señora
Tao.
Este recuerdo me asalta ahora, turbándome. ¿Acaso se
trataba verdaderamente de mí? ¡Las esclavas son tan
mentirosas! Sin embargo, no es cierto que yo sea tan inculta.
Al contrario, me han instruido cuidadosamente en todas las
cuestiones que conciernen al cuidado de la casa y de mi
propia persona. En cuanto a mis pies, no acierto a
comprender que puedan preferir los pies enormes de una
vulgar campesina.
No, no se trataba de mí... ¡No podía ser de mí de quien ellas
hablaban!
19
CAPÍTULO III
Cuando dije adiós a la casa de mi madre y subí a la
gran silla encarnada para emprender el viaje a casa de mi
marido, no se me ocurrió pensar que pudiera desagradarle.
En cuanto a mí, me sentí contenta al recordar que soy
pequeña y frágil; pero sé que tengo una cara ovalada que
otros habían mirado con complacencia. En esto, por lo
menos, él no podía sentirse desilusionado.
Durante la ceremonia del vino le miré furtivamente por
debajo de la franja de seda encarnada del velo. Lo vi de pie,
con un traje negro a la manera extranjera; era alto y derecho
como un joven bambú. Esperaba que me dirigiera una
mirada, pero fue en vano: ni siquiera volvió los ojos para ver
mi velo.
Vaciamos juntos las copas de vino, nos inclinamos ante
las tablillas de sus antepasados y, por último, nos arrodillamos
ante sus augustos progenitores, de los que yo me convertía en
hija, separándome para siempre de los míos. Durante todos
aquellos actos no se dignó siquiera concederme una mirada.
Cuando llegó la noche la fiesta había concluido y
extinguídose el eco de las risas , me encontré sentada en el
diván, sola, en la cámara nupcial. El miedo me contraía la
garganta. La hora soñada, temida y deseada había llegado;
por vez primera mi marido vería mi rostro, estaría sola con él...
Nerviosamente, me frotaba las manos, frías, abandonadas en
el regazo. Por fin, compareció. Parecía enormemente alto
con su traje exótico, y su expresión me pareció sombría. De
pronto, se acercó a mí y, levantándome el velo, contempló
largamente y en silencio mi rostro. Luego de mirarme, cogió
una de mis frías manos entre las suyas.
En aquel momento, oí los prudentes consejos de mi
madre: «Muéstrate más bien fría. Más que la dulzura
empalagosa de la miel, procura tener la del vino.»
Ateniéndome a aquellos consejos, me resistí a
abandonarle la mano. Él retiró fríamente las suyas y de nuevo
me miró en silencio. En seguida se puso a hablar muy serio y
grave. Al principio, turbada por la novedad de su voz
profunda y viril, que me hacía enrojecer de vergüenza no
20
comprendía bien el sentido de sus palabras. ¿Qué me decía?
No es posible que tú sientas atracción por mí, a quien ves
por primera vez, como yo a ti. ¿Acaso no te han obligado,
como a mí, a contraer este matrimonio? Hasta ahora no
hemos podido hacer nada, pero a partir de este momento en
que nos encontramos solos, podríamos organizar nuestra
existencia a nuestro gusto. En lo que me concierne, yo tengo
ideas modernas y te considero igual a mí. Nunca te impondré
mi voluntad, puesto que no te considero una cosa mía, sino,
más bien, una amiga... si es que quieres.
Éstas fueron las primeras palabras que oí el día de mi
matrimonio.
Al principio me quedé asombrada. No le comprendía.
¿Yo su igual? ¿Por qué? ¿Acaso no era su mujer? Si él no me
decía lo que debía hacer, ¿quién me lo diría? Me habían
obligado a casarme con él... ¿Qué podía hacer yo sino
tomarlo como marido? ¿Y con quién hubiese podido
casarme de no ser, según lo que había sido establecido por
mis padres, con el hombre a quien había estado prometida
desde que nací? Todo se había cumplido según la
costumbre, y no lograba comprender en qué me habían
obligado.
Sus palabras quemaban mis oídos:
Te han obligado, lo mismo que a mí, a contraer este
matrimonio.
Estaba a punto de caer desmayada de puro miedo.
¿Acaso debía deducir de aquello que él se había casado
conmigo contra su voluntad?
Hermana, ¡qué angustia! ¡Qué pena mortal!
Me puse a retorcerme las manos, incapaz de hablar,
incapaz de responder. Él dejó caer una de las manos sobre
las mías, y los dos quedamos en silencio durante unos
instantes. Yo no deseaba más que una cosa: que retirase
aquella mano. Sentía que me miraba fijamente. Por último,
habló de nuevo, con voz baja y amarga:
-Lo que temí ha ocurrido. No quieres ni puedes revelarme tus
verdaderos pensamientos. No te atreves a alejarte de lo que
te han enseñado. Escucha: no te pido que hables, te pido
únicamente una pequeña prueba de cariño. Si estás
dispuesta a recorrer conmigo el nuevo camino, inclina un
poco la cabeza.
Me observaba muy atentamente. Sentí su mano oprimir
21
la mía. ¿Qué quería? ¿Por qué no habían de seguir las cosas
el camino prefijado? Tenía que ser su mujer y deseaba tener
hijos varones... A partir de entonces empieza mi pena..., ese
peso que me oprime noche y día.
¿Qué hacer? En mi desesperación e ignorancia incliné la
cabeza.
Gracias dijo él, levantándose y retirando la mano .
Descansa tranquila en esta habitación. Recuerda que no
tienes nada que temer, ni hoy ni nunca. Vive en paz. Esta
noche dormiré en el cuarto de al lado.
Dio media vuelta, precipitadamente, y desapareció.
¡Oh Kwan-yin, diosa de la misericordia, ten piedad de
mí!
¡Me sentí tan niña, tan inerme y llena de temor en medio
de tanta soledad! ¡Nunca había dormido fuera de mi casa, y
he aquí que, de pronto, me quedaba sola con la
incertidumbre de no haber gustado a mi marido!
En mi desesperación me precipité hacia la puerta. Quizá
pudiera escapar, volver a casa... El contacto del picaporte
macizo me trajo a la realidad: por el momento era inútil
pensar en el regreso. Si por milagro hubiese conseguido huir a
través de los patios desconocidos de la nueva casa, hubiera
debido tener en cuenta, además, el camino a recorrer, que
ignoraba. Y, por otra parte, suponiendo que por una
casualidad hubiese llegado, ¿acaso la puerta de los míos se
abriría para recibirme? El viejo portero hubiera cedido, sin
duda, a mis súplicas, permitiéndome ir a las habitaciones
donde pasé mi infancia..., pero allí hubiese encontrado a mi
madre, que no dejaría de recordarme mi deber de esposa.
Veo a mi madre, inexorable, aunque condolida,
ordenándome regresar inmediatamente a la casa de mi
marido: yo no pertenecía ya a su familia.
Despacito, empecé a deshacer mis vestiduras de
desposada. Las sombras que se condensaban bajo el
baldaquino del lecho me daban miedo, no me atrevía a
aventurarme entre los cobertores. Así es que estuve mucho
rato sentada al lado de la cama, reflexionando, en una
especie de vigilia, las incomprensibles palabras que había
oído. Por último, sentí mis ojos bañados en lágrimas. Oculté la
cabeza bajo la colcha y lloré hasta que el sueño se apoderó
de mí.Cuando desperté, había amanecido. Sorprendida por la
22
nueva habitación, sentí que me invadía, súbitamente, la
amargura del recuerdo. Me levanté corriendo y me vestí. La
sirvienta, que vino minutos después con el agua caliente,
sonrió mirando a su alrededor con ojos de curiosidad. Me
enderecé: es una gran cosa haber aprendido de mi madre la
dignidad de la apostura. La gente debía ignorar que yo no
había gustado a mi marido.
Lleva el agua al señor dije . Se viste en la habitación
de al lado.
Arrogante, me vestí con brocados de color carmín y
adorné mis orejas con pendientes de oro.
Hermana, una luna ha pasado desde nuestra última
conversación. Acontecimientos extraños han sucedido,
añadiendo confusión a mi vida.
Figúrate que nos hemos ido del domicilio de los
antepasados. Mi marido ha tenido el valor de declarar que su
madre es una autócrata, y que él no puede tolerar que su
mujer sea una sierva en la casa.
Esto ocurrió por una insignificancia. Cuando
concluyeron las fiestas de la boda, me presenté ante mi
suegra de la siguiente manera: Al levantarme, llamé a una
esclava y le mandé que me trajese agua caliente. Así lo hizo;
entonces la eché en una vasija de cobre y, precedida por la
esclava, me presenté a la madre de mi marido, a quien dije,
inclinándome:
-Ruego a su honorable señoría que sea tan amable de hacer
sus abluciones con esta agua.
Mi suegra estaba en la cama; veía su enorme mole
dibujándose bajo los cobertores. Se incorporó, sentóse al
borde del lecho no me atreví a mirarla y se lavó las
manos y el rostro; luego, sin hablar, me hizo un ademán para
que me retirara con la vasija. No sé si fue porque mi mano
tropezó con los pesados cortinajes del baldaquino o bien
porque el miedo hacía temblar mis manos, el caso es que, al
levantar el recipiente, derramé un poco de agua en la cama.
Sentí que la sangre se helaba en mis venas.
Muy bien exclamó, furiosa, mi suegra, con voz ronca .
¡Vaya una preciosidad de nuera!
Sabía que mi obligación era no pronunciar una sola
palabra de excusa. Di media vuelta y, llevando la vasija con
manos inseguras a causa de las lágrimas que afluían a mis
ojos, salí de la habitación. Al atravesar el umbral me encontré
23
cara a cara con mi marido. En aquel momento temí que me
reprochara el haber incurrido en la cólera de su madre, la
primera vez que la servía. Tenía las manos ocupadas por el
recipiente y no podía enjugar las lágrimas que corrían
abundantemente por mis mejillas.
La vasija me ha resbalado... -murmuré.
Hubiese continuado, pero él me interrumpió:
No te regaño. Pero esos trabajos de sierva no son dignos de
mi mujer. Mi madre puede tener cien esclavas si quiere.
¿Qué otra cosa podía hacer, salvo esforzarme en que
comprendiese que no había intentado faltar el respeto a mi
suegra? Mi madre me había instruido cuidadosamente en
todos los deberes concernientes a una nuera: levantarse con
educación y permanecer de pie en su presencia;
acompañarla al sitio de honor; enjugar las tazas de té,
escanciar la infusión y presentar la taza con gran cuidado,
llevándola entre las palmas de las manos. Sobre todo, no
negar nunca nada a la suegra, que debe ser considerada
como una madre, y cuando regaña se la debe escuchar en
silencio, con absoluta sumisión.
Pero mi marido no me escuchó y permaneció firme en su
idea.
Sus padres eran contrarios a la mudanza, ateniéndose a
las viejas costumbres, y llegaron, por fin, a oponer una
prohibición formal.
Sentado en su poltrona, tras la mesa de la sala de
lectura, bajo las tablillas de los antepasados, el padre, un
hombre sutil, encorvado bajo el peso de su ciencia era un
hombre estudioso , cuando supo el propósito de su hijo,
alisó su barba blanca y expresóse así:
Hijo mío, quédate. Lo que es mío te pertenece. Aquí
hay para todos, así como de qué comer. No es necesario,
pues, que dediques tu cuerpo a trabajos materiales, puesto
que puedes pasar tus días en ocupaciones dignas, cultivando
los estudios que tú prefieras. Pero procura que la nuera de tu
madre engendre hijos. Tres generaciones de hombres bajo un
mismo techo es un espectáculo que agrada al cielo.
Mi marido se contenía. No obstante, sin irritarse, exclamó:
¡Padre, yo no pido otra cosa que trabajar! Me he
especializado en una profesión científica..., la más noble
profesión del mundo occidental. En cuanto a los hijos, no me
interesan de una manera absoluta por lo menos
24
momentáneamente. Mi país necesita más bien de los frutos
de mi cerebro.
Yo, que escuchaba tras los cortinajes de la puerta, me
sentí horrorizada al oír aquellas palabras del hijo al padre. Si mi
marido hubiese sido educado según las antiguas costumbres,
nunca se hubiese atrevido a oponerse así a su padre. Eran los
años pasados lejos, en países extranjeros, donde la juventud
no honra a sus progenitores, lo que le hacía ser tan
irrespetuoso. Es verdad que, en seguida, al separarse de sus
padres, encontró algunas palabras amables, prometiendo
conservar intactos los sentimientos filiales. ¡Pero, a pesar de
todo, nos hemos mudado!
La nueva casa no se parece a las otras que he visto.
Entre otras cosas, no tiene patio. Se reduce a una salita
cuadrada, encima de la cual se encuentran las demás
habitaciones. Por una empinada escalera se sube al segundo
piso. La primera vez que subí no me atrevía a bajar de nuevo:
mis pies no estaban acostumbrados a aquellos escalones tan
empinados. No tuve más remedio que dejarme resbalar de
un escalón a otro, agarrada a la baranda de madera. Una
vez la operación acabada, tenía mis vestidos manchados de
barniz fresco, y me di prisa en cambiarme por temor de que
mi marido se diera cuenta y me regañase, riendo con esa risa
fácil que me intimida.
Colocar los muebles en una casa como aquélla era un
asunto difícil. ¿Dónde encontrar sitio para meterlos? De mi
hogar materno, como fondo parte de la dote, me traje una
mesa, sillas enanas de madera de teca y un gran lecho como
el de matrimonio de mi madre. La mesa y las sillas fueron
instaladas, por orden de mi marido, en una habitación
secundaria, que denominó «comedor»; y la cama donde creí
que nacerían mis hijos no pudo ser colocada en ninguna de
las habitaciones del piso superior. Así es que he debido
contentarme con una camita de bambú, en la que duermo
como una sierva, mientras mi esposo duerme, en una
habitación separada, en una cama de hierro que parece un
banco. Novedades a que me acostumbro difícilmente.
En el aposento principal ha colocado sillas que compró
él mismo. Todas están desapareadas; algunas, incluso,
hechas con junco ordinario; ¡hay que ver la de formas
extrañas que tienen! En el centro ha puesto una mesa, y
encima de ésta una tela de seda y varios libros. ¡Un horror!
25
En las paredes hay colgadas fotografías, con marco, de
sus maestros, y un pedazo de tela cuadrada con una
inscripción en caracteres exóticos. Un día le hice reír,
preguntándole si era un diploma. El diploma el verdadero,
que me enseñó es un pedazo de piel repujada, que tiene
inscrito su nombre en caracteres extraños, seguidos de otros
signos. Los dos primeros quieren decir una gran escuela, y los
otros su calificación de doctor en medicina occidental. A mi
pregunta de si aquellos signos equivalían a nuestros antiguos
doctores, mi marido rió de nuevo y dijo que no había
comparación posible. El diploma, con marco de cristal, está
colocado en la pared, en el mismo sitio que mi madre, en la
sala de huéspedes, tiene la imponente pintura del viejo
emperador Ming.
Te lo aseguro. ¡Esta casa occidental es un horror!
Durante los primeros meses me preguntaba cómo lograría
acostumbrarme. En las ventanas, entre las cortinas esculpidas,
hay, en lugar del opaco papel de arroz, grandes placas de
cristal transparente, que dejan entrar la luz del sol a torrentes.
¡Qué claridad tan despiadada! No logro acostumbrarme. A
veces intento ponerme un poco de rojo en los labios y
empolvarme con polvos de arroz, tal como me han enseñado
a hacer, pero en el crudo contraste de esa luz, el efecto es,
invariablemente, que mi marido diga:
No te pintes así, por favor. Prefiero las mujeres sin pintar.
¿Qué hacer? No emplear los polvos ni el carmín equivale a
dejar incompleta nuestra belleza natural; es como peinarse
sin alisar los cabellos con aceite, o llevar sandalias sin
bordados. En una casa china, la luz, atenuada con el papel
de arroz, se difunde, con suaves tonalidades, en el rostro de
las mujeres. ¡Pero aquí...! ¿Qué hacer para estar atractiva en
una casa como ésta? A propósito de la ventana, todavía no
lo he dicho todo. Figúrate que mi marido me ha encargado
hacer estores con cierta tela blanca. ¡Es para morir de risa
que primero hagan un agujero en la pared, luego lo
obstruyan con un cristal y, como si esto no fuera bastante, le
apliquen una tela!
El suelo es de madera, y hay que ver cómo cruje bajo los
pasos de mi marido, que lleva un calzado extranjero.
Probablemente porque ese ruido también le molestaba a él,
ha comprado grandes cuadrados de tela gruesa, con dibujos
que representan flores, y los ha distribuido por toda la
26
habitación. ¡Para qué decirte mi estupor! Tenía miedo de
estropear aquella tela y que la servidumbre escupiese
encima. Cuando dije esto a mi marido, se irritó. ¡Nadie debe
escupir por el suelo!
¿Dónde, entonces? pregunté.
¡En la calle, si es que no pueden hacer otra cosa! me
respondió secamente.
La servidumbre no logra acostumbrarse, y a mí misma
me ha ocurrido escupir en la tela las semillas de melón. Y hete
aquí que mi marido ha comprado minúsculas escupideras,
distribuyéndolas por todas las habitaciones, y obligándonos a
usarlas, según esa sucia costumbre extranjera.
CAPÍTULO IV
Hay momentos en que, si me atreviese, huiría de esta
casa. ¡Si por lo menos tuviera valor para enfrentarme con mi
madre en estas circunstancias! Pero no tengo otro sitio donde
ir. Los días se suceden monótonos, inacabables. Mi marido
trabaja desde por la mañana hasta la noche, como si en
lugar de ser un rico heredero, fuese un obrero obligado a
ganarse el arroz que se come. Al amanecer, antes de que los
rayos del sol hayan calentado la tierra, ya está trabajando, y
yo me quedo sola en casa hasta la noche. Me distraigo en la
cocina, donde, me avergüenzo al confesarlo, participo en los
chismorreos de las sirvientas.
«Es preferible, pienso, servir a mi madre, y vivir en el patio
con mis cuñadas. Allí, por lo menos, oiría hablar y reír, y este
silencio que pesa en mí durante todo el día, como si yo fuese
un mueble, no seguiría oprimiéndome.» ¡Y en esta atmósfera,
mi cerebro trabaja, y llego a cansarme pensando en la
manera de acaparar el corazón de mi marido!
Yo también me levanto por la mañana temprano, para
estar dispuesta a comparecer ante él. Me levanto, incluso,
aunque durante la noche haya dormido poco o nada en
absoluto; me lavo la cara con agua tibia y perfumada, la
froto con aceite y perfumes, siempre con la idea fija de
conquistar por sorpresa el corazón de mi esposo. Pero es inútil;
por más temprano que me levante, él ya está en su
despacho.
27
Y así todos los días. Me apresuro, atreviéndome a girar
un poco el pomo redondo de la puerta. ¡Ah, esos pomos
extraños, lo que he tenido que ejercitarme para llegar a
conocer su secreto! Mi marido se ponía nervioso cuando
hacía ruido, hasta el punto que hube de practicar mientras él
estaba fuera de casa. Pero ahora que he aprendido, con sólo
rozar el pomo de porcelana, siento, de pronto, que el
corazón se me encoge.
Mi marido se preocupa muy poco de sí mismo. Hay que
ver cómo acoge el té que le traigo por las mañanas. Ni
siquiera levanta los ojos del libro que estudia. ¿De qué me
sirve, pues, que por la mañana encargue a mi camarera que
vaya a buscarme jazmines frescos para ponérmelos en el
cabello? La fragancia del jazmín no llega hasta las páginas
del libro extranjero; y, además, de cada doce mañanas,
once se va mi marido sin tan siquiera levantar la tapadera de
la tetera. En realidad, nada le interesa, salvo sus libros.
He meditado mucho en lo que mi madre me enseñó
para hacerme agradable a mi esposo. No he omitido nada
para halagar su paladar con buenas comidas. En cierta
ocasión, mandé un siervo que comprase un pollo fresco,
brotes de bambú de Hangchow, pescado, jengibre, buen
azúcar y salsa hecha con semillas de soja. Durante toda la
mañana me dediqué afanosamente a la condimentación de
aquellos manjares, esforzándome por no olvidar nada de lo
que pudiese hacerlos mejores y más aromáticos. Cuando
hube preparado todo, di orden de servir aquellos platos .al fin
de la comida. Tenía la esperanza de que mi esposo
exclamaría:
¡Ah, lo mejor se ha dejado para el final!
En lugar de eso, cuando llegaron los platos los acogió,
sin comentario alguno, como si formasen parte del menú.
Apenas los probó y no dijo nada. Yo le miraba con el
alma en los ojos: ¡Se comía los brotes de bambú como si
fueran berzas!
Aquella noche, una vez calmado el dolor de la
desilusión, me dije:
«Eso ha ocurrido porque no eran platos de su gusto.
Puesto que no habla nunca de sus predilecciones, haré que
pregunten a su madre las comidas a que era aficionado
cuando niño.»
A la sirvienta encargada de la investigación, contestó la
28
madre:
Antes de cruzar los cuatro mares, le gustaba el ánade
asado y sumergido en el jugo glutinoso del espino albar
silvestre.
Pero después de los años en que se alimentó con las
comidas bárbaras y medio crudas de los pueblos
occidentales, ha perdido el gusto; ya no se interesa en la
delicadeza de los alimentos.
No me quedaba otro remedio que renunciar. Mi esposo
no desea nada de mí y no siente la necesidad de nada que
yo pueda darle.
Una noche hacía quince días que vivíamos en la
nueva casa estábamos sentados ante el hogar. Cuando
entré, mi marido leía uno de sus libracos. En una hoja vi
dibujada una figura humana; pero no revestida con su piel,
sino, es horrible decirlo, ¡mostrando la carne sanguinolenta!
¿Cómo es posible que mi marido se interese en lecturas de
ese género? Me sentí horrorizada, pero por el momento no
me atreví a hacerle pregunta alguna.
Sentada en una de las extrañas sillas de mimbre
hubiese sido poco digno apoyarme en el respaldo; así, pues,
me mantenía con el busto rígido , pensaba
melancólicamente en la casa de mi madre. Allí, en aquellos
momentos, estarían preparando la cena a la luz de las velas,
entre las concubinas y la vociferante chiquillería. Mi madre,
sentada en su sitio presidiendo la mesa, y las siervas
disponiendo las cazuelas con legumbres y arroz humeante.
Alboroto y felicidad general. Mi padre no comparece
todavía; vendrá algo más tarde, cuando la cena esté hecha,
para jugar un poco con los hijos de las concubinas. La
servidumbre, una vez quitada la mesa, tomará asiento en
taburetes bajos, en el patio, y se entretendrá hasta muy tarde,
charlando, mientras mi madre llamando al cocinero, repasará
las cuentas a la vacilante luz de una larga vela encarnada.
¡Ah, casa materna! ¡Si pudiese volver a ella!
Andaría entre las flores, me inclinaría sobre los lotos para
ver si sus semillas estaban maduras. El verano se anunciaba, la
maduración estaba cerca. Por la noche, quizá, después de
salir la luna, mi madre me llamaría para tocar al arpa sus
melodías preferidas. Hubiese obedecido, diligente, para
arrancar a las cuerdas, con la mano derecha, sus acordes,
acompañándome al propio tiempo con la mano izquierda...
29
Pensando en esto, me levanté para retirar el instrumento
de su estuche, en el que están incrustadas con madreperlas
las figuras de los ocho espíritus de la música. La resonante
caja, bajo las cuerdas, está compuesta de diferentes
maderas que contribuyen a acrecentar la sonoridad del
instrumento. El arpa y su estuche fueron regalados a la abuela
de mi marido.
Al rasgarlas, dieron las cuerdas un son sostenido y
melancólico. El arpa es el más antiguo de los instrumentos de
mi pueblo y ha sonado al claro de luna, bajo los árboles,
cerca de un surtidor. Entonces, su voz adquiere una dulzura
singular. Pero aquí resonaron en una opaca habitación
extranjera, emitiendo sonidos débiles y sofocados.
Dudé unos instantes, atacando luego una melodía del
tiempo de los Sung.
¡Magnífico! me dijo mi marido amablemente, levantando
los ojos . Me alegra muchísimo que sepas tocar. Un día de
éstos te compraré un piano y aprenderás a interpretar,
también, la música de los occidentales.
Leía su horroroso libro. Le miraba mientras hacía vibrar
maquinalmente las cuerdas, sin saber lo que tocaba. Nunca
había visto yo un piano: ¿qué hubiera hecho con él?
De pronto dejé de tocar, no podía más. Abandoné el
arpa y quedé inmóvil en mi asiento, con la cabeza inclinada
y las manos cruzadas en el regazo.
Hubo un prolongado silencio. Mi marido cerró su libro y
me miró, meditabundo.
Kwei-lan dijo.
Sentí un sobresalto en el corazón. Era la primera vez que
me llamaba por mi nombre. ¿Qué iba a decirme, por fin? Le
miré tímidamente. Él continuó:
Desde que nos casamos estoy deseando pedirte que te
quites las vendas que comprimen tus pies. La salud de toda tu
persona no debe sufrir. Mira, todos tus huesos se han
deformado así.
Con su lápiz dibujó, rápidamente, un horrible pie
encogido.
Me quedé estupefacta. ¿Cómo sabía él que eran así?
Nunca me había vendado los pies en su presencia...,
ninguna mujer china expone jamás sus pies a los ojos de los
demás. Incluso por la noche los tenemos ocultos en unas
medias de tela blanca.
30
¿Cómo lo sabes? pregunté, con voz estrangulada.
Porque soy médico y he estudiado en Occidente
contestó . Además, no tan sólo por tu salud, sino por tu
belleza, desearía que te quitases las vendas. Los pies
vendados son feos y no están de moda. Supongo que este
último argumento te convencerá.
Diciendo esto, sonrió, mirándome con dulzura.
Me apresuré a ocultar los pies bajo la silla. Sus palabras
me habían extrañado. ¿Los pies vendados son feos? ¡Y yo
que siempre había estado tan orgullosa de los míos! Durante
toda mi infancia, mamá había vigilado personalmente la
cotidiana inmersión en agua casi hirviendo y el inmediato
vendaje, cada vez más apretado. Al quejarme de dolor, ella
me recordaba que un día mi marido elogiaría la belleza de
mis pies.
Incliné la cabeza para ocultar las lágrimas. Pensé en las
numerosas noches de insomnio, en los días en que la
intensidad del dolor me impedía comer y jugar, en las horas
pasadas, sentada al borde de la cama, moviendo los pies
para aligerarlos del peso de la sangre. ¿Y ahora...? Después
de haber soportado tanto, cuando el dolor había cedido
poco a poco, ¡mi marido decía que los encontraba feos!
No puedo dije, medio sofocada por los suspiros; y, no
logrando retener por más tiempo las lágrimas, salí de la
habitación.
La verdad es que mis pies me preocupaban poco. Ni
cuando llevaba sandalias vagamente bordadas mi esposo se
interesaba en mí. ¿Cómo suscitar, pues, su amor?
Dos semanas después salí para visitar a mi madre por
primera vez; así lo imponen nuestras costumbres tradicionales.
CAPÍTULO V
¿No te aburro, hermana? Entonces, prosigo. Hacía poco
tiempo que abandoné mi casa materna, pero me parecía
que habían pasado mil lunas desde que salí de allí en la silla
nupcial. En aquella ocasión tenía muchas esperanzas y
temores. ¿Y ahora....? Ahora volvía coma mujer casada, con
las trenzas recogidas en una redecilla y sin llevar la frente
oculta por la franja de la virginidad. No obstante, seguía
31
siendo la niña de antaño ¿quién lo iba a saber mejor que
yo? , pero más asustada, más solitaria; y con muchas
menos ilusiones.
Mi madre vino a mi encuentro, acudiendo al primer
patio, apoyándose en su bastón de bambú. Me pareció
cansada y más delgada que antes; pero esto quizás era
debido a que nunca la había visto a la luz del día. La tristeza
que vi en sus ojos no dejó de conmoverme. Luego de
inclinarme, me atreví a cogerla de la mano. Ella respondió
con una fugaz presión, y juntas entramos en el patio interior.
Miraba todo con ojos interrogadores. Creí que quizá
vería algún cambio. Pero observé que todo seguía
exactamente como antes. Los patios estaban sumidos en
quietud, cada cosa en su sitio. La única novedad fueron las
risas de los hijos de las concubinas, y los gritos de la
servidumbre, que me saludaron en voz alta. El sol de otoño se
filtraba por entre los emparrados y brillaba en las baldosas
esmaltadas del patio y en las tinajas. Las puertas y ventanas
tenían las persianas echadas para amortiguar el calor y la luz
del mediodía. El sol se insinuaba entre las rendijas, iluminando
oblicuamente las vigas pintadas y taraceadas del
artesonado.
Aquello ya no me pertenecía, pero mi espíritu se sentía
en su verdadera casa.
La ausencia de un hermoso rostro de pilluelo no me pasó
inadvertida.
¿Dónde está la cuarta dama? pregunté.
¿La-may? contestó mi madre, con desgana . ¡ah! La
he enviado al campo. Necesitaba cambiar de aires.
Por el tono de la contestación comprendí que no debía
hacer más preguntas. Pero luego, cuando en mi antiguo
dormitorio me preparaba para acostarme, la vieja Wang-Da-
Ma vino a verme. Charlando de unas cosas y otras, mientras
me peinaba y trenzaba los cabellos, Wang-Da-Ma no omitió
de informarme que mi padre pensaba tomar una nueva
concubina, una joven de Pekín que había estudiado en el
Japón. Cuando la cuarta dama se enteró, afligióse tanto que
se tragó los pendientes de jade. Durante dos días no dijo
nada, aunque sufría terriblemente; pero luego mi madre
descubrió la tentativa. Inmediatamente fue llamado el
médico de la familia; la joven estaba a punto de morir. Pero
el médico no supo hacer nada, por más que pinchó con
32
agujas el pulso y las tibias de la desventurada. Un vecino
sugirió, por último, que se la transportase a un hospital
extranjero, pero mi madre se opuso. ¿Cómo podían conocer
los médicos extranjeros las enfermedades de una mujer
china? Quizás entiendan las enfermedades de los bárbaros,
pero no las de los refinados y cultos chinos... El destino quiso
que mi hermano estuviese en casa. Había venido para
celebrar en familia la festividad de la octava luna; gracias a
su intervención fue decidido llamar a un doctor extranjero.
Era una mujer. Vino y no dudó un instante, introdujo en la
garganta de la concubina un largo tubo que llevaba en sus
instrumentos, y los pendientes aparecieron ante el asombro
general de los presentes. La única que no parecía extrañada
era la extranjera; ésta, luego de colocar el instrumento en su
estuche, se retiró con la misma calma con que había venido.
Las otras concubinas no ocultaron sus censuras por el
gesto de su compañera. ¡Mira que tragarse los hermosos
pendientes de jade...! La gorda preguntó:
¿Por qué no te tragaste una caja de cerillas, de esas de
diez céntimos?
La cuarta dama no dijo nada. Durante su convalecencia
nadie la vio comer ni la oyó hablar. Pasaba el tiempo tras las
cortinas de su cuarto; sabiendo a ciencia cierta que su
intentona de suicidio la había rebajado a los ojos de todos. Mi
madre le tenía lástima, y para sustraerla a las ironías de las
otras la había alejado.
Aquello constituía el tema de los chismorreos familiares.
Por el contrario, en las conversaciones con mi madre no
se mencionaba nunca lo ocurrido. Presté atención a las
indiscreciones de Wang-Da-Ma únicamente a causa del gran
amor que siente por nuestra familia. Hace tanto tiempo que
vive con nosotros, que está al corriente de todo. Vino con mi
madre de la lejana casa de Shansi, de donde salió mi madre
para contraer matrimonio.
Nos ha visto nacer a todos. Cuando muera mi madre, la
fiel sirvienta pasará al servicio de la mujer de mi hermano
para dedicarse al cuidado de los nietos de su ama.
Una de las cosas que me contó Wang-Da-Ma es algo
más que una simple frivolidad. Mi hermano ha decidido irse al
extranjero, a América, para perfeccionar, según dice, sus
estudios. Mi madre no ha dicho nada a ese propósito, pero
Wang-Da-Ma no dejó de murmurarlo en mi oído, cuando, al
33
día siguiente de mi llegada, hizo su entrada en mi habitación
con el agua caliente. Al principio, papá tomó a risa las
intenciones de mi hermano, pero acabó aprobando su
propósito, y cedió. Pero esto afligió mucho a mi madre.
Wang-Da-Ma me aseguró haberla visto tan apenada como
el día en que mi padre trajo a casa la primera concubina.
Durante tres días, mi madre se negó a probar alimento
alguno y no dirigió la palabra a nadie. Cuando abrió la boca
fue para rogar a mi hermano que, puesto que estaba
decidido a atravesar el océano Pacífico, por lo menos, antes
de emprender el viaje, se casase con la joven a quien estaba
prometido, y le diese un hijo.
Ya que te niegas a reconocer que tu carne y su sangre no
te pertenecen exclusivamente le dijo y estando
decidido a afrontar los riesgos de ese país bárbaro, sin
consideración alguna a tus deberes, procura, por lo menos,
hijo mío, transmitir a otros la sagrada herencia de tus
antepasados.
Pero mi hermano le contestó:
No tengo la menor intención de casarme, tan sólo deseo
aumentar cada vez más mi cultura; tú no me comprendes,
madre. Ya veremos cuando vuelva. Pero, por ahora, desde
luego que no.
Ni aun así cedió mamá, y pidió a mi padre que
interviniese. Éste, completamente absorto en los preparativos
para recibir a la nueva concubina, tomó las cosas a la ligera,
y mi hermano consiguió salirse con la suya.
El destino de mi madre no podía por menos de
conmoverme. La generación actual era la última de la
descendencia de mi padre, puesto que mi abuelo no había
tenido más hijos. Mi madre dio a luz a otros varones, pero los
perdió a todos durante la infancia. Por esta razón era de una
importancia suprema que mi hermano, el único varón
superviviente, tuviese hijos cuanto antes... Únicamente así
podría mi madre cumplir su deber con los antepasados. Este
deber era la razón de que mi hermano estuviese prometido
desde su infancia a la hija de Li. No conozco a la prometida,
pero me han dicho que no es guapa. Claro está que ése es
un detalle sin importancia para mi madre. La desobediencia
de mi hermano me dejó aturdida durante varios días, aunque
mamá no me dijo nada a ese propósito. Como todos, oculta
la espina en los ignotos pliegues de su espíritu. Así es su
34
carácter: cuando ve que el dolor es inevitable, cierra los ojos
para siempre. De modo que, en el ambiente doméstico y
acostumbrada al silencio de mi madre, he dejado de pensar
poco a poco en mi hermano.
Tal como preví y me temía, el primer pensamiento que
leí en los ojos de todos se refería a mi estado: ¿estaba yo
esperando un hijo? Contesté con evasivas a las preguntas,
limitándome a aceptar los augurios con graves inclinaciones
de cabeza. ¡Nadie debía saber que yo no interesaba a mi
marido!
¡Sin embargo, no podía engañar a mamá!
Una noche, al cabo de siete días de alojarme en la
casa, estaba sentada sola, en el umbral de la puerta que da
al gran patio.
Anochecía, las esclavas y siervos acudían para preparar
la cena, y en el aire flotaba un olor de pescado y de ánade
asado. Hora perfecta. Los crisantemos del acirate estaban
repletos de brotes; nunca había amado tanto mi casa y los
objetos familiares como en aquellos momentos. Recuerdo
que el ademán de empuñar el picaporte esculpido de la
puerta me daba una especie de sensación de seguridad; me
sentía en paz allí donde mi infancia transcurrió rápida como
un sueño. Cosas que conozco, cosas amadas. La noche se
desploma lentamente sobre los tejados puntiagudos; en los
aposentos se perciben las débiles llamas de las velas. Aroma
de la cena. Se oyen las voces de los niños..., el ruido apagado
de sus sandalias de fieltro en las baldosas del patio. Me siento
la hija de una casa patriarcal china, donde todo es viejo: los
trajes, los muebles, las relaciones. ¡Casa tranquila y segura, a
la sombra de las viejas paredes entre las cuales se come y
vive bien!
Y hete aquí que, por contraste, se me aparece la
imagen de mi esposo sentado solo ante la mesa en la casa
extranjera, vestido a la manera occidental, y exótico en sus
modales. ¿Cómo adaptarme a su vida? Él no tenía necesidad
de mí... Sentí la garganta oprimida a causa de las lágrimas
que no podía verter. Me estremeció una impresión de
soledad como nunca experimenté mientras viví soltera. En
aquella época me entretenía pensando en el día de
mañana. Y ahora que conozco ese porvenir que tanto
esperé, me parece insoportablemente amargo... Las lágrimas
desbordaron, por último, de mis ojos, y volví el rostro para
35
evitar que la luz de las lamparillas me traicionase.
Oí el gongo que anunciaba la cena. Me sequé
nuevamente los ojos y me dirigí al sitio que me correspondía.
Después de cenar, mi madre se retiró temprano a su
habitación. Las concubinas se habían retirado también a las
suyas, y, quedé sola, sorbiendo el té. En aquel momento
apareció Wang-Da-Ma.
Su honorable madre me dijo le ordena que vaya a
verla.
Contesté estúpidamente:
Mi madre ha dicho que iba a retirarse y no ha sugerido
nada de otra conversación.
No sé qué decirle, amita, pero ésa es la orden que me ha
dado su madre. Vengo directamente de su habitación
contestó Wang-Da-Ma; y se fue sin más explicaciones.
Cuando el ruido de sus pasos se apagó en el patio,
separé la cortina de raso y entré en el dormitorio de mi
madre. La encontré tendida en la cama. En una mesita, al
alcance de su mano, ardía una bujía. Era la primera vez que
veía a mi madre en aquella postura, y no pude reprimir un
movimiento de sorpresa. Me pareció frágil y casi débil. Tenía
los ojos cerrados, y sus pálidos labios tenían un pliegue
amargo. El rostro exangüe era la delicada máscara de la
tristeza.
Mamá murmuré.
Pequeña mía contestó ella.
Me sentí perpleja, no sabía cómo interpretar su voluntad.
¿Debía sentarme o quedarme en pie? Con la mano me
indicó que tomase asiento a su lado. Obedecí y esperé en
silencio a que hablase. Mientras tanto, me decía: «Está
abatida por el pensamiento de que mi hermano se dirige a
lejanos países.» Me equivocaba; su pensamiento era ajeno a
mi hermano. Apenas volvió el rostro hacia mí, dijo:
Dime la verdad, hija: hay algo en tu vida que no es lo que
debiera ser. ¿Crees acaso que no me he dado cuenta?
Desde que volviste, observo que no demuestras la
tranquila satisfacción de antes. Tu espíritu está agitado; lloras
por nada, como si un dolor secreto acaparase tu
pensamiento, aunque tus labios no hablan. ¿Qué te pasa?
¿Acaso sientes impaciencia por estar encinta...?
Transcurrieron dos años antes de que yo diese un hijo a
tu padre.
36
¿Qué decirle? Del cortinaje bordado del baldaquino
colgaba un hilo de seda desprendido de la trama. Lo cogí, y
durante un buen rato estuve enrollándolo y desenrollándolo
entre el índice y el pulgar..., lo mismo que hacía,
mentalmente, con mis pensamientos.
¡Habla! me acosó mamá, no sin algo de impaciencia.
Levanté los ojos. ¡Pobres lágrimas inútiles! Intenté
vanamente retenerlas: me sofocaban, y prorrumpí en llanto,
mientras intentaba ocultar el rostro entre el edredón que
cubría el cuerpo de mi madre.
No sé, no comprendo lo que quiere mi marido exclamé
, dice que debo ser su igual, pero ¿cómo he de hacerlo?
No puede sufrir mis pies, dice que son feos, ¡hasta me hizo un
dibujo...! ¿Cómo se las ha apañado para verlos y dibujarlos
de aquella manera? Lo ignoro, porque nunca le he permitido
verlos. Mi madre levantó la cabeza de la almohada.
¿Su igual? dijo, estupefacta, con los ojos dilatados en su
pálido rostro . ¿Qué quiere decir tu marido con eso? ¿Cómo
es posible ser igual al marido?
Las mujeres occidentales lo son dije suspirando.
Ya sé, pero aquí somos gente con sentido común. ¿Y los
pies? ¿Por qué los dibuja? ¿Qué quiere decir con eso?
Lo hace para demostrar que son feos.
Se ve que no has sido suficientemente hábil. ¿Acaso no te
di veinte pares de sandalias? Estoy segura de que no las
elegiste con el acierto requerido.
Sus dibujos no reproducen la línea exterior, sino los huesos
deformados.
¿Los huesos? ¿Quién ha visto los huesos de un pie de
mujer?
¿Acaso los ojos pueden penetrar en la carne?
Los suyos pueden, puesto que son ojos de médico
occidental. Por lo menos así lo dice.
¡Ah, ya, pobrecilla! -Diciendo esto mi madre cayó de
nuevo sobre las almohadas, suspirando y sacudiendo la
cabeza .
Tu marido está instruido en las artes mágicas de los
occidentales...
No pude aguantar más y le hice partícipe de mis
confidencias.
Lo confesé todo, incluso las particularidades más íntimas
37
y dolorosas. Recuerdo que llegué a murmurar frases amargas.
Le importa un bledo no tener hijos; no me quiere.
Mi madre cerró los ojos, con un rostro que parecía más
agudo todavía. Calló unos instantes; luego, dijo, con una voz
cansada y débil, como si estuviera exhausta:
A todo esto, hija mía, no existe más que una solución para
una mujer..., un solo camino, ¡y eso a toda costa! ¡La mujer
debe agradar a su marido! Imagina lo que significa para mí
aconsejarte que deshagas todo lo que con tanto trabajo
cuidé en ti. Pero, puesto que ya no perteneces a mi familia,
sino a la de tu marido, no puedes hacer otra cosa que la
voluntad de él. Pero no sin una última resistencia. Procura, por
todos los medios, seducirle con tus mejores vestidos de color
jade y negro, y con el perfume de lis. Sonríe, pero sin
petulancia, más bien con esa timidez que todo lo ofrece.
Puedes, incluso, permitirte tomarle la mano... ¡pero nada
más que un instante! Si ríe, alégrate; pero si aun así no
reacciona, no te quedará otro remedio que hacer lo que te
digo: plegarte a su voluntad.
¿Incluso quitarme las vendas de los pies? murmuré.
Incluso quitártelas dijo, con cansancio-. Los tiempos han
cambiado... Puedes retirarte. Y se volvió hacia la pared.
CAPÍTULO VI
¿Cómo decirte, hermana, la pena que me oprimía el
corazón? La aurora del día fijado para mi marcha amaneció
gris y tranquila. Concluía la décima luna, cuando llegó la
época en que las hojas de los árboles empiezan a caer y los
bambúes se estremecen en el aire helado vespertino o
matinal. Antes de irme quise ver mis lugares predilectos, avivar
e imprimir su belleza en la memoria. He aquí el estanque: la
brisa apenas murmura, la siento en el ligero movimiento de las
hojas y el loto. Éste es el venerable enebro. Tiene trescientos
años y está todo retorcido; a su sombra, en el jardincito de las
rocas, en el tercer patio, me quedé una hora. Visité los viejos
bambúes del antiguo patio de acceso. Sintiéndome feliz en
medio de todas mis plantas, me detuve un instante para
admirar las hojas de color verde oscuro. Por último, deseando
llevarme algo que fuese como un símbolo de toda la belleza
38
de los patios, escogí ocho crisantemos, que coloqué en un
búcaro. Estaban plenamente abiertos, con toda su belleza de
colores: rojo, amarillo, violeta pálido... Me dije que mitigarían
un poco la desnudez de mi casa.
Así volví junto a mi marido.
No le encontré al entrar en el pequeño recibidor. Por la
sirvienta supe que había acudido a una llamada urgente,
pero ignoraba de quién. Deseando prepararle una sorpresa,
coloqué los crisantemos en el saloncito, ingeniándome para
obtener el mejor efecto posible. Pero luego de haber puesto
toda mi voluntad, me sentí desilusionada. En el antiguo patio,
contrastando con el fondo negro de las puertas, los
crisantemos resplandecían de melancólica opulencia. Aquí,
al contrario, sobre el fondo de las paredes pintadas de
blanco, el amarillo apenas destacábase; su belleza se
reducía a un simple efecto artificial.
¿Acaso no se podía decir lo mismo de mí?
Llevaba todavía los vestidos de gala, pantalones y
chaquetilla de color jade, y los cabellos adornados con
collares de ónix, y pendientes de jade. En los pies llevaba las
sandalias negras de terciopelo, artísticamente bordadas con
pequeñas perlas de oro. De la tercera concubina, La-may,
había yo aprendido el arte de los tonos rojos en las mejillas y
el labio inferior, y la astucia de las palmas de la mano teñidas
de rojo perfumado. En una palabra, no regateaba ningún
esfuerzo para parecer más hermosa a los ojos de mi marido.
Así ataviada me encontraba guapa, y esperé su
regreso.
Si hubiese podido presentarme ante él separando una
cortina escarlata a la opaca luz de una antigua mansión
china, hubiese logrado seducirle. Por el contrario, tenía que
bajar con inciertos pasos una crujiente escalera de madera
hasta el saloncito desnudo, donde produciría el mismo efecto
que los crisantemos. Resultaría una cosa graciosa y nada
más.
La espera fue larga, y cuando llegó mi marido estaba
muy cansado , la frescura de mis adornos estaba ya
marchita desde hacía rato. Me saludó al pasar, gentilmente;
estuvo ocupado durante todo el día en asistir a una enferma,
y no había comido nada desde por la mañana.
Cenamos en silencio. Las estúpidas lágrimas me
impedían casi tragar los alimentos. Él comió de prisa, y al
39
acabar hizo que le sirvieran el té. Estaba muy preocupado, se
le escapaban algunos suspiros. Por último, se levantó con
cansancio, y dijo:
Vamos al salón.
Cuando estábamos sentados me preguntó
distraídamente cómo iba la salud de mis padres; pero era
visible que mis contestaciones no le interesaban. Yo
tartamudeaba y acabé callándome, sin que él pareciese
darse cuenta de mi silencio. Se levantó de nuevo y dijo, con
mayor dulzura:
Te ruego que no te preocupes por mi distracción. Estoy
verdaderamente contento de que hayas vuelto. Pero ¿qué
quieres?, durante todo el día he tenido que luchar contra la
superstición y la estupidez humana: y he perdido. ¿Qué
puedo decirte? No puedo pensar en otra cosa que en mi
derrota. Me pregunto si hice todo lo que debía hacer. ¿Existe
algún razonamiento de que yo no me haya valido para salvar
esa vida humana? Y, sin embargo, cuanto más pienso en ello,
más persuadido estoy de haber hecho todo lo posible. ¡Pero
eso no me ha evitado que perdiese!
»Tú recordarás, sin duda, a la familia Yu, la que vive
cerca de la Torre del Tambor. La primera mujer ha intentado
ahorcarse, desesperada al no poder soportar por más tiempo
la lengua viperina de su suegra. Llamado con urgencia, acudí
a toda prisa y, para que veas, hubiera podido salvarla: la
descubrieron cuando acababa de dejarse colgar de la
cuerda en el vacío. Pues bien, ¿sabes lo que ha ocurrido...?
Había preparado lo necesario para la intervención cuando
llegó un anciano tío, un traficante de vinos, que sustituye con
su autoridad al jefe de la familia, el viejo Yu, que en paz
descanse. Bueno, pues vino gritando como una fiera y
exigiendo que se recurriese a los sistemas tradicionales. ¡
Quería sacerdotes y gongos para llamar el alma de la
mujer! La familia fue convocada, se arrodilló en el suelo,
desnudó a la pobre muchacha desvanecida (figúrate que no
tenía más de veinte años), y le llenaron la nariz y la boca de
algodón en rama, vendándole luego la cara... ¡Eso han
hecho!
Pero..., pero dije es la costumbre, siempre se hace lo
mismo. En esos casos, parte del alma se fue, y es necesario
impedir que el resto se vaya también; por eso se tapan los
orificios.
40
Hasta entonces, en su agitación, mi marido había
hablado paseándose por la habitación. Pero, al oírme, se
detuvo bruscamente, fulminándome con sus ojos; tenía los
labios contraídos y respiraba con dificultad. Por último gritó:
-¡Cómo! ¿Tú también?
Me empequeñecí en el asiento.
¿Murió la muchacha? pregunté con voz como un
susurro.
¿Que si murió? ¿Acaso no morirías tú si te tuviera así mucho
rato?
Diciendo estas palabras, me cogió las manos en una de
las suyas y con la otra me aplicó violentamente un pañuelo
sobre la boca y nariz. Me liberé lanzando lejos el pañuelo. Él
rió, con una risa que parecía un alarido, y se sentó
cogiéndose la cabeza entre las manos, oprimido por la misma
pena que me hacía enmudecer. No se dignó mirar tan
siquiera un instante los crisantemos que adornaban la
habitación.
Me quedé mirándole asustada. ¿Sería posible que
tuviese razón?
Aquella noche me quité, asqueada, los collares de jade
y los vestidos de seda. Empezaba a comprender que todo lo
que me habían enseñado era falso; mi marido no era hombre
que se pudiese seducir alegrándole los sentidos con flores y
perfumes, o con una pipa de opio. La belleza física no
bastaba; debía seguir otro camino si quería triunfar. Y recordé
las palabras que pronunciara mi madre, con el rostro vuelto
hacia la pared, así como el tono de su voz al decir:
Los tiempos han cambiado.
Sin embargo, no podía doblegarme fácilmente a la idea
de liberar mis pies de sus vendajes. La que me ayudó fue la
señora Liú, la esposa del profesor de una escuela extranjera
recientemente fundada. Yo había oído hablar a mi marido de
la señora Liú, como de una amiga. Y, en efecto, al día
siguiente de mi regreso me anunció que vendría a visitarme.
Era la primera visita que recibía, y no omití hacer
grandes preparativos. Di orden a la sirvienta de comprar seis
calidades de pastelitos y servirlos con granos de melón,
bizcochos, sésamo y el mejor té, el que se recolecta después
de la lluvia. Para vestirme elegí una chaquetilla de seda color
albaricoque, que hacía juego con las perlas que adornaban
mis orejas. En el fondo del corazón me sentía avergonzada de
41
mi casa.
«Quizás pensaba encontrará que es fea y se dirá
que yo no tengo gusto... ¿Por qué no se las apaña mi marido
para estar en casa? Así, por lo menos con su ayuda, podría
disponer los muebles de una manera más ceremoniosa...
¿Dónde colocar el sitio de honor?»
Me equivocaba, puesto que, llegado el día de la visita,
mi marido no salió de casa; prefirió quedarse sentado,
leyendo; cuando me veía entrar en el saloncito, muy agitada,
me acogía levantando apenas la cabeza y esbozando una
fugaz sonrisa. A mi entender, todo iba al revés: lógicamente,
yo hubiera debido estar sentada, para poder levantarme al
entrar la visita y acompañarla ceremoniosamente al sitio de
honor. Pero, con mi marido sentado allí, no había manera de
arreglar un poco la estancia; y cuando llamaron al timbre de
la puerta, mi marido fue a abrir en lugar de la sirvienta.
Era como para retorcerse las manos de desesperación.
Pero el sonido de una voz jovial hizo que desapareciese
mi mal humor, obligándome a mirar a hurtadillas hacia la
puerta. ¡Cosa extraña! Mi marido había cogido la mano de la
recién llegada y le daba en el dorso un beso curiosísimo. ¡Me
quedé estupefacta! Pero, súbitamente, todo mi asombro
desapareció, y con él toda veleidad de simpatía por la
visitante al ver la expresión de mi marido. Su rostro nunca
aparecía así cuando hablaba conmigo, que soy su esposa; su
actitud era la de alguien que habla con una amiga.
Hermana, si hubieses estado allí me habrías enseñado lo
que debía hacer. Pero me encontraba sola y no tenía
amigos. No me quedaba, pues, otra cosa que hacer que
rumiar mis pensamientos y sufrir en el corazón por todo lo que
me faltaba para gustar a mi marido.
La visitante no era guapa..., ni siquiera graciosa; no
tardé en darme cuenta cuando la miré atentamente. Tenía
un rostro rojizo y jovial, ojos redondos y brillantes como bolitas
de vidrio; cordiales, pero llenos de sonrisas. Llevaba una
chaquetilla gris de tela ordinaria, una falda de seda, pero sin
flores, y calzado masculino. Hablaba bien, con una voz que
alegraba oírla, su risa era pronta y cálida. Se notaba que con
mi marido se sentía a gusto, porque hablaba con soltura de
cosas que yo no conocía ni siquiera de nombre, intercalando
en su conversación incomprensibles palabras extranjeras. Él
parecía contento. Yo, sentada en mi silla, escuchaba con la
42
cabeza baja.
Aquella noche, después de cenar, estaba sentada
silenciosa, cerca de él. El recuerdo de su rostro cuando
hablaba a nuestra invitada no se apartaba de mi mente.
¡Nunca le había visto tan vivaz, tan animado! Parecía
como si para ella no tuviese bastantes palabras... Habló sin
parar durante toda la visita, y no salió de la habitación.
¡Como si la visitante fuese un hombre en lugar de una
mujer!
En un momento dado, me levanté y fui a sentarme junto
a él.
¿Qué me cuentas? preguntó, apartando la mirada del
libro.
Dime algo de la señora que nos ha visitado hoy.
Se apoyó en el respaldo de su silla y me contempló
pensativo.
¿Qué quieres que te diga? Es licenciada de una gran
Universidad femenina de Occidente; se ven pocas mujeres
como ella, que conozcan las cosas a fondo. Tiene tres hijos...
Ya verás qué criaturas tan hermosas; inteligente, limpia, bien
educada. El corazón se alegra viéndola.
¡Oh, cómo odiaba, cómo odiaba a aquella mujer! Pero,
¿qué hacer? ¿Es posible que no existiese más que un camino
para llegar al corazón de mi marido?
¿Te parece guapa? pregunté.
¡Naturalmente! contestó con tono convencido . Es
una mujer sana, de buen sentido, y anda sobre unos pies que
no son deformes.
Durante unos instantes pareció mirar al vacío. Yo
imaginaba ideas desesperadas. ¡No había nada, nada que
una mujer pudiera hacer! Pero, ¿cómo lograr...? Las palabras
de mi madre eran bien claras: «Es necesario que gustes a tu
marido.»
Él quedó absorto en sus pensamientos. ¿En qué
pensaba? Imposible saberlo. Sin embargo, de una cosa
estaba segura, a saber: que no pensaba en mí; y menos aún
en mis sedas de color pescado, en los pendientes con que
me había adornado, ni en mis cabellos bien lisos, brillantes,
avivados con tanto cuidado. No se ocupaba nada de todo
aquello; y, no obstante, estaba tan cerca de él que un ligero
movimiento hubiese bastado para unir su mano a la mía.
En aquel momento incliné un poco la cabeza y me
43
abandoné a su voluntad, renunciando al pasado.
Si me dices cómo he de hacerlo, estoy dispuesta a
quitarme las vendas de los pies.
CAPÍTULO VII
Cuando pienso en el pasado, creo que mi marido
empezó a interesarse por mí a partir de aquella noche.
Parecía que hasta entonces no habíamos tenido nunca
nada que decirnos, que nuestros pensamientos no se habían
encontrado jamás, que yo no podía hacer otra cosa que
mirarle sin comprenderle, y que él nunca hubiera llegado a
posar sus ojos en mí. Si acaso nos habíamos dicho algo, fue
con la cortesía que se emplea entre personas extrañas: yo,
tímidamente; él con una corrección demasiado manifiesta
para que yo pudiese tomarla por interés. Pero ahora tenía
necesidad de él, y él, por fin, se acordaba de que yo existía.
Al hablarme me interrogaba, y mostraba interés en mis
contestaciones; y yo que había sentido por él, hasta
entonces, un amor palpitante, pero ofuscado, sentía ahora
que le adoraba.
Nunca imaginé que un hombre pudiera inclinarse con
tanta ternura a una mujer. Al preguntarle lo que debía hacer
para liberar mis pies de sus ligamentos, creí que se reduciría a
darme unas cuantas instrucciones. Por eso me extrañó
muchísimo al verle aparecer con una palangana de agua
caliente y un rollo de vendas. Estaba avergonzada: la idea de
que iba a ver mis pies era insoportable; nadie los había visto
desde el día en que tuve bastante juicio para cuidarme yo
sola.
Me sentía como sobre carbones encendidos. Cuando,
de rodillas ante mí, y la palangana a su lado, hizo un ademán
para cogerme los pies, tuve la tentación de huir.
No dije débilmente , lo haré yo misma.
No te preocupes. Recuerda que soy médico.
De nuevo me negué. Él levantó la cara y me miró a los
ojos fijamente.
Kwei-lan dijo con tono grave . Sé lo que te cuesta
hacer esto por mí. Pero permite que te ayude en lo posible.
Soy tu marido.
Cedí sin reflexionar más. Me cogió un pie con sus dedos
44
ágiles, quitó la sandalia, la media y, por último, la banda
interior. Su rostro tenía una expresión triste y a la vez severa.
¡Cómo debes de haber sufrido! murmuró con ternura .
¡Qué triste infancia...! ¡Y todo inútilmente!
Al oír aquellas palabras, no pude retener las lágrimas. Sí,
los sacrificios hechos no habían servido para nada. ¡Y ahora él
me imponía otros!
Bajo los efectos de la inmersión y el desvendado, nuevas
torturas empezaron para mis pies. El proceso de la distensión
se reveló casi tan doloroso como el achicamiento con los
ligamentos apretados. Poco a poco, la sangre comenzó a
circular; y esto me produjo dolores insoportables. Había
momentos en que, para mitigarlos un poco, me arrancaba las
vendas ligeramente aplicadas para aplicarlas con fuerza.
Pero inmediatamente pensaba que mi marido se daría
cuenta y, con manos temblorosas, me quitaba de nuevo las
vendas. No encontraba alivio más que sentándome sobre los
pies, con las piernas cruzadas y balanceando el busto.
Hacía tiempo que había dejado de pensar en cómo me
presentaría ante mi marido. ¿Qué importaba que me
presentase fresca y alegremente ataviada? Durante la
noche, las lágrimas habían inflamado mis ojos y tenía la voz
ronca a causa de los gemidos que no podía contener. ¡Y,
cosa curiosa, mi marido, que no había cedido a la
fascinación de mi belleza, me consolaba como lo hubiera
hecho con un niño! Me aferraba a él, desesperada por el
dolor.
Lo pasaremos juntos, Kwei-lan me decía él . Sufro
viéndote sufrir así, pero piensa que esto que hacemos ahora
no es tan sólo útil para nosotros, sino para los demás: es una
protesta contra esa antigua y mala costumbre.
¡No! suspiraba yo . ¡Lo hago por ti, únicamente por ti;
para parecer a tus ojos una mujer moderna!
Rió, con el rostro súbitamente iluminado; el rostro que le
había visto el día en que vino a visitarnos aquella mujer.
Ésta fue la recompensa a mis dolores. A partir de
entonces, nada me pareció doloroso.
Con la distensión producida y un mejoramiento en mi
estado de salud, empecé a gozar de una nueva libertad. Era
joven, y mis pies no se habían anquilosado todavía como los
de las mujeres más viejas que yo, en las que existe, además,
el peligro de perderlos. Los míos no estaban más que
45
entorpecidos. Pronto empecé a andar con mayor soltura, las
escaleras ya no me parecían tan dificultosas. Incluso mi
persona se robusteció. Un día entré rápidamente en la
habitación donde mi marido escribía. Levantó la cabeza,
sorprendido, y sonrió.
¿Corres? exclamó . Buena señal, veo que lo peor ha
pasado, y que la deformación de antes ha desaparecido.
Sorprendida, contemplé mis pies.
Pero dije , no son tan grandes como los de Liú.
Y no lo serán nunca contestó él . Los pies de Liú se han
desarrollado naturalmente. Los tuyos han adquirido ahora su
máxima distensión.
Me sentí un poco apesadumbrada de que mis pies no
pudieran ser nunca tan grandes como los suyos. Pero se me
ocurrió otra idea; puesto que las sandalias de tela bordada
no me servían, decidí comprar otras de cuero, como las que
había visto en los pies de Liú. Al día siguiente, acompañada
por una sirvienta, me dirigí a la tienda..., compré un par de la
medida deseada: cinco centímetros más largas que mis pies.
Llené el espacio vacío, con algodón en rama. Así, nadie
podría darse cuenta de que había tenido los pies vendados.
Entonces quise visitar a Liú. Cuando mi marido supo mi
deseo, me prometió, sin más, acompañarme al día siguiente.
Me quedé estupefacta; no está bien visto que un
marido acompañe a su esposa por la calle.
Ahora también estoy acostumbrada a eso.
Al día siguiente, tal como se había convenido, fuimos a
la visita. Mi marido mostróse muy amable conmigo, aunque
más de una vez me confundió, dándome la preferencia al
entrar en una u otra habitación. No estaba todavía al
corriente de esta costumbre, y él tuvo que explicarla al
regresar a casa.
Así se hace en Occidente me dijo.
¿Por qué? ¿Acaso se debe a que, como hemos oído decir,
los hombres son allí inferiores a las mujeres?
No, ésa es otra tontería.
Y me explicó. La preferencia dada a las mujeres
provenía de una costumbre que perdíase en los tiempos
antiguos... ¿Antiguos? La palabra me asombró. Yo no había
oído nunca hablar de países con un lejano pasado.
Únicamente nosotros, pueblo civilizado, habíamos
tenido una Antigüedad. Pero he aquí que, según parece, los
46
pueblos extranjeros tuvieron también un pasado y una
cultura; eso significa que no eran del todo bárbaros. Además,
mi marido me ha prometido leerme los libros donde se habla
de ellos.
¡Cuan feliz fui aquella noche! Ser un poco más moderna:
¡qué gran cosa! En efecto, aquel día no tan sólo había
llevado mis zapatos de cuero, sino que dejé de pintarme la
cara y no me adorné los cabellos. Mi marido debió de
advertir que me parecía mucho a la señora Liú.
Desde el momento en que, por mi voluntad, operóse el
cambio, me pareció renacer a una vida nueva, más
completa. Cada noche, mi marido hablaba conmigo, y su
conversación parecíame llena de encantos: él sobre todo.
¡Ah, si supieras las cosas curiosas de que me informaba a
propósito de los países extranjeros y sus habitantes! ¡Y qué
carcajadas motivaban mis atónitas exclamaciones!
¡Qué ridículos son! ¡Qué gente tan estrafalaria!
No son mucho más estrafalarios contestaba él, muy
divertido de lo que nosotros aparecemos a sus ojos.
¿Cómo? ¿Nos consideran estrafalarios?
¡Naturalmente! decía mi marido riendo ¡Si les oyeses
hablar! A sus ojos, nuestras costumbres son ridículas, nuestro
rostro también, y lo que comemos y todo lo que hacemos. No
les cabe en la mente que podamos tener el aspecto que
tenemos y nos comportemos como nos comportamos,
siendo tan humanos como ellos.
Aquello era demasiado fuerte. ¿Cómo podían
considerar su modo de vestir, su aspecto y maneras tan
humanas como las nuestras?
Pero nosotros observé dignamente , las cosas que
siempre hemos hecho, nuestra urbanidad y el tipo físico, son
cosas que datan de tiempos antiquísimos.
Exacto..., o por lo menos, tan antiguos como los suyos.
Siempre he creído que los extranjeros venían
aquí para adquirir un poco de civilización. Mi madre así
me lo decía.
Y tu madre se equivocaba. Es todo lo contrario: han venido
aquí creyendo poder civilizarnos. Es cierto que nosotros les
podemos enseñar muchas cosas; pero ellos no están persuadi
dos de eso, lo mismo que tú no te persuades de que
debemos aprender mucho de ellos.
Todo lo que decía mi marido era nuevo y estaba lleno
47
de interés. No me cansaba nunca de oírle hablar de los
extranjeros y sobre todo de sus maravillosos inventos: de los
grifos de donde sale agua fría o caliente, de las estufas que
funcionan sin combustible, de las máquinas que van por el
agua y de otras que navegaban bajo el agua. Y, en fin, ¿qué
decir de esos aparatos maravillosos que vuelan?
¿Estás seguro de que no se trata de magia? pregunté
inquieta . Los viejos hablan de los milagros del fuego, de la
tierra y el agua; siempre hay algún truco en esas cosas.
¿Magia? ¿Qué dices? Nada de magia: una vez logres
comprender, verás que son cosas bastante sencillas. Es la
ciencia.
Todas las noches me hablaba de esa ciencia, y poco
me faltaba para comprender que mi hermano sintiera su
fascinación hasta el punto de oponerse a los deseos de mi
madre, que vanamente había intentado evitar que
atravesase el Pacífico. Yo misma me sentía encantada y
empezaba a sentirme superlativamente instruida; tanto es así
que, un día, no pude resistir al deseo de catequizar, a falta de
otra persona, a nuestra cocinera.
Ésta limpiaba el arroz en la pila del patio de la cocina; al
oír mis palabras, cesó de sacudir el cedazo.
¿Quién dice eso? preguntó, mirándome con ojos de
sospecha, y en absoluto deseosa de ser convencida.
El señor dije con autoridad . ¿Lo crees ahora, sí o no?
¡Oh! contestó ella, dudosa . Lo único que sé es que el
señor tiene mucha instrucción; pero basta con mirar para
darse cuenta de que la tierra no es redonda. Suba usted a la
pagoda que hay en la colina sur de la Estrella del Norte, ya
verá cómo durante kilómetros y kilómetros a su alrededor, la
tierra, incluso con sus montañas, ríos y lagos, es plana como
un pastel. En lo que se refiere a nuestro país, sin duda se
encuentra en el centro, de otra manera no podríamos dar
razón a los antiguos sabios, que sabían mucho, y le han
llamado, precisamente, Reino del Centro.
Yo tenía prisa de profundizar un poco más.
Eso no basta - dije . La tierra es tan grande que para
alcanzar el lado opuesto transcurriría el período de una luna,
y cuando es de noche aquí, en el otro lado es de día.
¡Tonterías, tonterías, señora! exclamó la cocinera triunfalmente
. Si se necesita una luna de días para ir de aquí a
48
esos otros países, ¿cómo puede el sol realizar todo el recorrido
en tan pocas horas, puesto que precisa de un día entero
para recorrer el corto espacio entre la Montaña de Púrpura y
las Colinas occidentales de ahí?
Y prosiguió su tarea de sacudir en el agua el cedazo de
arroz.
Reconocí, sin embargo, que no podía culparla de su
ignorancia. Entre todas las cosas curiosas que aprendí de mi
marido, había una, sobre todo, que me sorprendía
infinitamente: que los pueblos occidentales tuvieran las
mismas luces celestes, el sol, la luna y las estrellas, que
nosotros.
Hasta entonces había creído que Pán-Ku, el dios
creador, las había hecho únicamente para los chinos. Pero mi
marido es sabio, lo sabe todo, y no dice más que la verdad.
CAPÍTULO VIII
¿Con qué palabras decirte, hermana, cómo empezó el
favor de mi marido? ¿Acaso yo misma estoy segura de
cuándo empezó su corazón a despertar? ¡Ah! ¿Cómo puede
la fría tierra observar que en la primavera el sol abre a las
flores su corazón? ¿Es posible que el mar se dé cuenta de que
la luna le atrae?
He perdido la noción del tiempo; únicamente sé que ya
no estoy sola, que allí donde esté él está mi hogar. He
olvidado la casa de mi madre. Durante el día, en el transcurso
de las horas en que mi marido está ausente, no hago más
que pensar en sus palabras. Recuerdo sus ojos, su rostro, la
curva de sus labios, el ligero contacto de su mano en la mía
cuando, juntos, volvemos las páginas del libro abierto en la
mesa ante la cual nos sentamos. Por las noches, cuando
estamos solos, le miro de soslayo, ansiosa de aprovechar las
lecciones que me da con ayuda del libro.
No hago más que pensar en él. Estoy ebria de él,
exactamente como lo que ocurre en primavera, cuando el
río invade los canales resecos por el invierno y divaga por la
tierra, llevando a todos lados los gérmenes de la vida y de
frutos. ¿Quién puede comprender verdaderamente la fuerza
49
de esos sentimientos entre un hombre y una muchachita? Mi
soledad está llena de él, no recuerdo nada más. En fin, ¡ha
llegado el momento de mi suprema alegría! Y escucha ahora,
hermana, una radiante noticia. En el último día de la
undécima luna recuerdo que era la época de cosechar el
arroz nació mi primer hijo.
Cuando mi marido supo que yo estaba en estado,
cumpliendo así mi deber con él, no ocultó su alegría. Los
primeros en recibir la noticia fueron sus padres, luego los
hermanos, que nos enviaron sus felicitaciones. Naturalmente,
mis padres no estaban directamente interesados en este
acontecimiento, pero decidí anunciárselo también a mi
madre con ocasión de la visita de Año Nuevo.
Pero el período que empezó entonces no dejaba de ser
difícil para mí. Hasta entonces, mi situación en la familia de mi
marido fue muy poco importante: la esposa del menor de los
hijos, y nada más. A partir del día de nuestra mudanza,
apenas participé en la vida de la familia. Es verdad que, en
dos ocasiones, fui a visitarles; pero eran visitas de cumplido,
hechas en épocas establecidas por la tradición, y mi suegra,
a quien serví el té, me trató casi con indiferencia, aunque no
exenta de cierta benignidad.
Pero todo había cambiado. De improviso me convertí
en una sacerdotisa del destino. En mis entrañas hallábase la
esperanza de la familia..., un heredero. Mi marido tenía cinco
hermanos, ninguno de los cuales tenía hijos. Si yo le daba uno,
no tan sólo ascendería, súbitamente, del rango inferior al de
hermano mayor, sino que adquiriría el derecho a la
prerrogativa de heredar los bienes de la familia. Pero,
verdaderamente, era muy triste que una madre no pueda
considerar como suyo, más que durante unos pocos días, lo
que nació en su seno. En efecto, el niño debe ocupar, muy
pronto, un lugar preferido en la jerarquía y la vida de la mayor
familia... ¡Oh, Kwan-ying protege a mi hijo!
Hablar por primera vez a mi marido de nuestro hijo me
produjo algo muy parecido al éxtasis; pero este sentimiento
fue prontamente vencido por otros pensamientos más
ansiosos. He dicho que los tiempos empezaban a ser difíciles
para mí, sobre todo a causa de los numerosos consejos que
me afluían de todas partes. En primer lugar, los de mi
honorable suegra. Tan pronto se enteró de la noticia, quiso
que me preparase a visitarla. Hasta entonces había sido
50
recibida, ceremoniosamente, en el atrio de los invitados; esto
a causa de cierto rencor que mi honorable suegra nos
guardaba por la mudanza. Pero en aquella ocasión, los
criados recibieron, sin duda, otras órdenes, puesto que
apenas entré me hicieron pasar a las habitaciones interiores,
pasado el tercer patio, reservadas a la familia.
Allí encontré a mi suegra, ocupada en beber el té. Era
una anciana majestuosa y tan corpulenta, que sus pies no
podían soportar, desde ya hacía tiempo, el peso de su
cuerpo; tanto es así, que era incapaz de dar un paso sin
apoyarse pesadamente en dos robustas esclavas, siempre
atentas a sus órdenes, colocadas de pie detrás de su silla.
Llevaba las manos llenas de anillos, y eran tan regordetas,
que los dedos parecían embutidos rígidamente en una bola
de carne llena de hoyuelos.
Mi genuflexión fue acogida con una sonrisa que hizo
aparecer los finos labios entre la grasa de sus mejillas. Me
cogió una mano y la golpeó amablemente con una de las
suyas.
¡ Magnífica muchacha! dijo, con la voz un poco ronca
que tenía desde que su cuello desapareció, hundido en la
carne, y a causa del asma que no la dejaba en paz.
Inmediatamente me di cuenta de que mi visita era
agradable y, sirviendo el té, le presenté la taza con las dos
manos. Hecho esto, intenté sentarme a su lado en un
taburete bajo; pero ella no me quiso permitir tanta
humillación, aunque en otras ocasiones le importó muy poco
donde yo me sentaba. Sonriendo y tosiendo, me indicó que
me sentara en una silla al otro lado de la mesa; y no tuve más
remedio que obedecer.
De pronto expresó el deseo de que las otras cuñadas
vinieran a verme. Éstas comparecieron, dándome la
enhorabuena. Tres de ellas no habían concebido nunca, y
aquella escena no podía menos de suscitar su envidia y
rencor. La mayor empezó a quejarse en voz baja,
balanceándose hacia atrás y hacia delante, gimiendo,
desesperándose y compadeciéndose de su suerte:
¡Ay de mí, ay de mí, cuan triste es mi vida! ¡Qué mala
suerte! Mi suegra suspiró y sacudió gravemente la cabeza sin
decir palabra, permitiendo así que su nuera se quejase
durante dos pipas de tabaco; una vez se las hubo fumado,
51
les dio orden de retirarse porque tenía que hablar conmigo.
Me enteré entonces de que el hermano mayor de mi marido
había tomado, hacía poco tiempo, una segunda mujer, ya
que la primera no le había dado ningún hijo, con gran pesar
suyo. Estaba verdaderamente enamorada de su marido, y no
perdía ocasión de demostrar el afán de su vida.
Mi suegra se prodigó en consejos, y entre ellos me dio el
de no preparar la ropa del niño hasta que no hubiera nacido.
Esto, dijo, era una costumbre del tiempo de su juventud,
en el Anhwei, originada por la idea de que había de
mantenerse secreto a los dioses crueles el nacimiento de un
hombre; de saberlo, harían todos los posibles para destruir
aquella nueva vida.
¿Cómo le vestiré? me atreví a preguntar . No voy a
dejar desnudo y abandonado al pobrecito.
Envuélvele en la ropa vieja de su padre contestó mi
suegra ; eso le traerá suerte. Yo lo hice con mis cinco hijos, y
todos están con vida.
Mis cuñadas también me aconsejaron hacer esto y lo de
más allá, según sus experiencias personales. Todas insistieron,
especialmente, en la necesidad de comer cierta clase de
pescado inmediatamente después del nacimiento de la
criatura. Tampoco debía omitir el beber una buena taza de
azúcar moreno disuelto en agua.
Por la noche, cuando, dichosa a causa de todas
aquellas pruebas de interés y asistencia familiar, volví a casa y
conté a mi marido lo que me habían dicho, me quedé de
piedra al verle enfadarse, tirarse de los cabellos y recorrer la
estancia a grandes zancadas.
¡Estúpidos! ¡Estúpidos! gritó . ¡Todo eso son mentiras...,
supersticiones...! ¡Nunca, nunca! Se detuvo, y cogiéndome
por los brazos me miró fijamente a los ojos, que yo había
levantado hacia él . Prométeme dijo con dulzura que
te dejarás guiar, única y exclusivamente, por mí. Has de
obedecerme, ¿comprendes? ¡ Prométemelo, si no, te juro que
no volverás a tener ningún otro hijo!
¿Qué podía hacer yo si no prometer?
Cuando le di mi palabra, pareció calmarse.
Mañana dijo te llevaré a una casa donde podrás ver
cómo se vive a la occidental. Es el domicilio de mi antiguo
profesor americano. Deseo que hagas esa visita, no para que
imites simiescamente sus costumbres, sino porque deseo
52
ampliar el horizonte de tus ideas.
Las órdenes de mi marido fueron ejecutadas al pie de la
letra. Únicamente hice una cosa sin que él lo supiera. A la
mañana siguiente, al amanecer era tan temprano, que
todo el mundo dormía, excepto un muchacho que vi
vagamente a través de la bruma matutina , me escapé de
la casa sin ser vista; me acerqué al templo y encendí ante
Kwan-ying, la diosa protectora de los hijos y la buena
gestación, unos cuantos bastoncitos de incienso de que me
había provisto en una tienda. La losa de mármol ante la diosa
estaba húmeda de rocío, pero a pesar de eso, me arrodillé, y
varias veces la toqué con la frente, murmurando plegarias
con todo el corazón, y mirando a la diosa con ojos
suplicantes. Ésta me contemplaba impasible; la urna estaba
llena de cenizas frías del incienso que otras madres habían
ofrecido antes que yo, con plegarias no menos ardientes que
las mías.
Hundí bien en el montoncito de ceniza los bastones, los
encendí y dejé que ardiesen ante la diosa; una vez hecho
esto, volví a casa.
Fiel a su promesa, mi marido me llevó a visitar sus amigos
extranjeros. Sonrío, hermana, al confesar que también se unía
a mi gran curiosidad un poco de miedo. ¿Qué quieres...?
Nunca hasta entonces había estado en una casa
extranjera, y ningún extranjero había tenido relaciones con la
casa de mi madre. Mi padre, naturalmente, había conocido
algunos durante sus viajes, y su juicio se resumía a una
carcajada a causa de la vulgaridad de su aspecto y la
rudeza de sus maneras. Cosa extraña, únicamente mi
hermano los admiraba. En Pekín conoció a muchos, y entre
los profesores de su escuela los había extranjeros. Recuerdo
que un día le oí que había estado en casa de no sé qué
extranjero; y la idea de aquella audacia me había llenado de
admiración.
En casa de mi madre no se sentía ni sombra de la
influencia de los extranjeros. A veces, es verdad, algunas
sirvientas contaban animadamente cosas acerca de
extranjeros apenas entrevistos en la calle, cuando iban a la
compra; eran interminables conversaciones a propósito de su
piel lívida, de sus ojos claros. Yo prestaba oído a aquellas
conversaciones con la misma curiosidad insana que
escuchaba los cuentos de fantasmas y diablos, en lo que la
53
fantasía de Wang-Da-Ma era fértilísima. ¿No había yo, en
efecto, oído referir a la servidumbre cosas de la extraña
magia de los blancos, de su poder de raptar el alma de las
personas con una pequeña máquina encerrada en una
cajita negra a la que aplicaban el ojo? La cajita hacía ¡tac!
Se oía saltar un resorte. Inmediatamente, una extraña
debilidad sentíase en el pecho, y poco tiempo después uno
moría de enfermedad o accidente.
Mi marido se rió cuando le hablé de esto.
Entonces, ¿como se entiende que yo esté aquí sano y salvo
luego de vivir doce años en su país?
Porque eres valiente contesté y has penetrado en el
secreto de su magia.
Observo que necesitas conocer por tus propios ojos a los
extranjeros. Ya verás cómo son hombres y mujeres igual que
nosotros.
Fuimos aquel mismo día. Recuerdo un jardín con hierba,
árboles y flores. Primera sorpresa: los extranjeros comprenden
la naturaleza, y pueden tener hermosos jardines. No es que
estuviese entusiasmada; el conjunto había sido dispuesto con
una evidente rusticidad, no se veían patios ni rastro de
estanques con peces colorados. Confieso que cuando nos
encontramos ante la puerta, hubiese escapado de no tener
al lado a mi marido.
Alguien, desde el interior, abrió rápidamente, y en el
umbral apareció un «diablo extranjero». Era alto y contraía su
rostro con una gran sonrisa. Comprendí por su vestimenta,
igual a la de mi marido, que se trataba de un hombre; pero
figúrate mi horror cuando vi que en el cráneo, en lugar de los
cabellos negros y lisos de todo el mundo, tenía una especie
de lana roja y encrespada. Dos ojos, parecidos a piedrecitas
lavadas por las aguas del mar, brillaban en su rostro, en cuyo
centro se destacaba una nariz como una montaña. Una
criatura horrible; ¡más repulsiva que el mismo dios del Norte, a
la entrada del templo!
Pero mi marido no parecía impresionado en lo más
mínimo por el extraño personaje, al que incluso tendía una
mano, que el otro cogió, sacudiéndola enérgicamente. En
lugar de mostrarse sorprendido, mi esposo se volvió hacia mí e
hizo las presentaciones. El extranjero contrajo nuevamente su
rostro con una enorme sonrisa, e hizo ademán de cogerme la
mano. Miré la suya. ¡Qué mano, hermana! Grande y huesuda,
54
cubierta de pelos encarnados rígidos, y puntos negros. Noté
que se me ponía la piel de gallina. ¡Nunca me atrevería a
tocar aquella mano! Así es que escondí las mías en las
mangas y me incliné. El extranjero acentuó su sonrisa y nos
invitó a entrar.
Atravesando un recibimiento parecido al nuestro,
entramos en una habitación donde, sentada ante la
ventana, había una persona en la que inmediatamente
reconocí a una mujer extranjera. En lugar de calzones,
llevaba una larga sotana de algodón, cogida por la cintura.
Sus cabellos, no tan feos como los de su marido, eran largos y
lisos; sin embargo, tenían un color amarillo, exento de
hermosura. También tenía una nariz larga, pero no tan
ganchuda como la de su marido, y manos vulgares, con uñas
cuadradas y cortas. ¡Y qué pies! Al mirarlos me imaginé unas
barcas.
«Con unos padres como éstos pensé , ¿cómo serán
los diablillos extranjeros?»
Debo decir, además, que, a pesar de su rudeza, hacían
todo lo posible por parecer amables. Pero no había ningún
gesto que no denotase su falta de educación; por ejemplo,
ofrecían tazas con una mano nada más, y me daban la
preferencia desairando a mi marido. En un momento dado, el
hombre me dirigió la palabra, ¡como si no fuese el deber de
su mujer darme conversación! Aquello me pareció un insulto.
Reconozco que no se les podía hacer responsables de
sus actos hasta el punto de ofenderme, pero llevaban
viviendo doce años en China según me dijo mi esposo y
tuvieron tiempo suficiente para aprender un poquitín de
urbanidad. No digo esto por ti, hermana, que has vivido
siempre entre nosotros y, por lo tanto, eres una de las nuestras.
Lo más interesante de la visita empezó cuando mi
marido pidió a la extranjera que me enseñase los niños y sus
vestidos.
Nosotros también esperamos un niño explicó y
quisiera que mi esposa se iniciase en las costumbres
extranjeras.
La mujer se levantó inmediatamente, rogándome que la
acompañase al piso superior. Tuve miedo de irme sola con
ella, y miré a mi marido. Éste, como respuesta, me hizo un
signo de seguir a la extranjera.
Mis aprensiones desaparecieron rápidamente. En el piso
55
superior entramos en una habitación inundada de sol y
calentada por una estufa negra. De pronto, una cosa me
extrañó: estaba bien claro que pretendía mantener la
estancia caliente, y, sin embargo, por una ventana abierta
entraba el aire exterior. ¡Para qué decirte mis sentimientos
cuando vi a tres pequeñuelos extranjeros jugando por el
suelo! Estaba encantada, nunca había visto unas criaturas
tan bonitas.
Tenían el aspecto saludable. Pero sus cabellos eran de
color claro. Esto confirmaba lo que había oído decir a
propósito de la naturaleza de los extranjeros que,
contrariamente a lo que nos sucede, al nacer tienen los
cabellos pálidos y se oscurecen con el tiempo. ¿Y la piel? Muy
blanca. ¿Acaso lavarían diariamente aquellos chiquillos en
aguas medicinales? Esta suposición revelóse exacta cuando
la madre me enseñó una habitación donde diariamente
lavaban a las criaturas de los pies a la cabeza.
Con semejante lavado no podía extrañar que su piel
acabase perdiendo el color.
Y, por último, la madre me enseñó los vestidos de las
criaturas. Eran completamente blancos. El más pequeñín
también iba vestido de blanco de pies a cabeza. Al
preguntar yo si es que llevaban luto el blanco es para
nosotros el color de luto , la madre me contestó que no,
que el blanco era tan sólo para que los niños fuesen siempre
limpios. A mí me parecía que un vestido oscuro hubiese sido
más adecuado, ya que no revelaría las posibles manchas;
pero me callé.
Las camitas eran todas blancas, y producían un lúgubre
efecto. No comprendo por qué usan tanto el color de la
muerte. ¡Están tan monos los niños vestidos con colores
alegres, encarnado, amarillo y azul flor de lis! Nosotros
vestimos a los niños de encarnado en el momento de nacer,
como signo de alegría. Pero es inútil; el carácter de estos
extranjeros no concuerda en nada con el nuestro. Por
ejemplo, me quedé pasmada al saber que aquella extranjera
amamantaba ella misma a sus hijos... ¡Qué cosa tan extraña!
A mí nunca se me hubiese ocurrido alimentar a los míos.
Es contrario a nuestras costumbres. En efecto, ninguna
mujer china de cierta posición da el pecho a sus hijos, puesto
que tienen muchas esclavas en estado de poder cumplir esta
misión.
56
Cuando volvimos a casa, dije a mi marido:
¿Es cierto que ella misma amamanta a sus hijos? ¿Acaso
son tan pobres?
Es lo mejor para el niño me dijo . Tú también, cuando
llegue el momento, amamantarás al tuyo.
Me quedé extraordinariamente sorprendida.
¿yo?
Desde luego confirmó mi marido muy serio.
Pero..., entonces, deberán pasar dos años antes de que
pueda tener otros objeté.
Es el justo intervalo, aunque la causa que aduces está falta
de sentido común.
Quizá tenga razón mi marido, incluso en este particular.
De todos modos, estoy viendo que algunas criaturas se
me morirán, y que también tendré niñas; quedo persuadida
de que mi casa no se llenará de hijos varones tal como había
esperado.
Al día siguiente fui a casa de la señora Liú para referirle
mi visita. ¡Ah, si la diosa me concediese hijos varones, como
hizo con ella! ¡Derechos y robustos, y con ojos vivaces! Les
vestiría con trajes color de rosa, color que hace resaltar el
exquisito tono amarillo de su piel.
Ya veo dije, con un suspiro de satisfacción que los has
criado según las antiguas costumbres.
Nada más que hasta cierto punto. Mira y diciendo esto
atrajo hacia ella el pequeñuelo , empleo el color blanco
para su ropita interior. Es más fácil de lavar. De los extranjeros
hay que coger lo útil y desechar lo que no puede ser
adaptado.
Lo primero que hice al salir de su casa fue entrar en una
tienda donde vendían telas y comprar una pieza de seda
rosa y encarnada, con flores, otra de terciopelo negro para
una almilla sin mangas, y seda para un gorro. No fue una
compra fácil, porque no quería para mi hijo nada que no
fuese de primera calidad.
El tendero tuvo que sacar de las estanterías una serie de
piezas, una tras otra. Era un viejo asmático, y refunfuñaba
cuando le pedía que me enseñase su mercancía.
Muéstreme otra..., quiero una pieza de seda con flores de
melocotón bordadas.
Le oí murmurar algo a propósito de las mujeres
vanidosas.
57
No es para mí le advertí . Es para mi hijo.
Al oír estas palabras, el viejo sonrió con expresión astuta,
y sacó una hermosa pieza que había tenido oculta hasta
entonces.
Tómela dijo , la guardaba para la mujer del
gobernador, pero tratándose de su hijo se la ofrezco a usted.
La seda lanzaba mórbidos destellos rosados sobre el
mostrador. No regateé el precio y la compré. Al llevarla a
casa me decía:
«Esta noche cortaré en esta tela una chaquetilla y
calzones. Yo misma lo haré todo; no quiero que nadie toque
a mi hijo.»
La idea de pasar la noche cosiendo para mi hijo me
hacía feliz.
Le confeccioné un par de zapatos bordados con una
cabeza de tigre. Como juguete le he comprado una cadena
de plata.
CAPÍTULO IX
¡Gran noticia, hermana! ¡Hoy he sentido cómo se movía
el niño en mi seno! Si me hubiese hablado no me hubiera
sentido tan emocionada.
Su equipo está preparado hasta en los menores detalles.
Incluso los pequeños budas dorados están en su sitio,
cosidos en el gorro de raso. He comprado un cofre de
madera de sándalo y lo he llenado con la pequeña
indumentaria, así se impregnará ésta de su perfume.
Ya no me queda nada que hacer; en los campos, el
arroz tiene un color de jade; todavía he de esperar tres lunas.
¿Cómo será mi hijo?
¡Oh tú, divinidad cierta, acelera el curso de los alados
días para que pronto pueda estrechar entre mis brazos a mi
tesoro! Por lo menos, durante todo un día será enteramente
mío. ¿Y luego...? ¡No quiero pensar! Los padres de mi marido
han escrito que desean tener al niño con ellos, en la casa de
los antepasados. Siendo el único nieto, su vida es demasiado
preciosa para que puedan permitir que lo retengan alejado
de sus ojos. Ya hablan de él con ternura. El padre de mi
marido, que no me había dirigido nunca la palabra, me hizo
58
llamar el otro día; me dedicó un discurso muy largo del que
únicamente comprendí que, para él, ya había nacido la
criatura.
Por el contrario, ¡yo quisiera que fuese para nosotros!
Me reconciliaría con mi hogar extranjero. ¡Sería tan
bonito vivir los tres juntos! Pero todavía no puedo ir contra la
tradición de los míos, que no permite a la madre consagrarse
a su primer hijo; éste pertenece a toda la familia. Quien no se
conforma es mi marido. No hace más que refunfuñar,
diciendo que las esclavas viciarán al niño por el exceso de
alimentos y los lujos inútiles. Una vez, incluso, le oí lamentarse
de que la criatura viniese al mundo. Naturalmente, me asusté
los dioses pueden irritarse y le conjuré para que se
callase.
Hay que respetar las antiguas costumbres le dije.
Pero al mismo tiempo me dolía el corazón pensando
que habría de abandonar a mi pequeño.
Mi marido parece haberse calmado y ya no habla de
sus padres. Pero me parece preocupado; ¡quién sabe las
ideas que forja! En lo que me concierne, yo no pienso en
nada, ocupada como estoy en esperar a mi tesoro.
Ya sé lo que mi marido ha hecho. ¿Te parece bien,
hermana? A decir verdad, ni yo misma lo sé; tan sólo creo
que tiene razón al notificar a sus padres que, al igual que
desea a su mujer para él, así, también, nuestro hijo debe
pertenecemos exclusivamente, puesto que somos los padres.
Los viejos se han enfadado, pero hemos soportado en
silencio su cólera. Mi marido me contó que, en un momento
dado, su padre dejó de discutir para llorar en silencio; cuando
lo supe, apenas pude contener mi corazón. Si no se hubiese
tratado de mi hijo, habría cedido. Pero mi marido es más
fuerte que yo, y por amor a su hijo no dejó que las lágrimas de
su padre le ablandasen.
Cuando abandonamos la casa de los ancianos para
venirnos aquí, no dejé de reprochar a mi marido aquella
infracción manifiesta a los usos y costumbres del pasado. Pero
la tradición ya está rota y, como una egoísta que soy, eso ha
dejado de preocuparme. No tengo más que una idea: ¡mi
hijo, mi hijo, enteramente, únicamente mío! ¡No tendré que
compartirlo con veinte personas a la vez, con los abuelos y los
tíos! Yo, su madre, bastaré para cuidarle. Yo pensaré en
vestirle, lavarle, y hacer de tal manera que no se aleje de mi
59
lado ni de día ni de noche.
Me digo que mi marido me ha recompensado por todo,
y doy gracias a los dioses por haberme casado con él. Mi
esposo, hombre moderno, me da un hijo enteramente mío;
toda la vida no bastará para pagarle semejante don.
Día tras día, sigo los progresos del arroz que amarillea en
los campos. Las espigas están llenas y se inclinan. Un poco
más de este lánguido sol y, espléndidamente maduras,
podrán ser recolectadas. Mi hijo nacerá en un buen año..., en
un año de abundancia, como dice la gente de la ciudad.
¿Cuántos días durará aún mi soñadora espera?
Ya no me pregunto si mi marido me ama o no. Cuando
nazca mi hijo, mi esposo conocerá mi corazón, como yo el
suyo.
¡Oh, hermana mía, hermana mía! ¡Aquí está; ya lo tengo
entre mis brazos! ¡Por fin ha nacido! Mírale: tiene los cabellos
negros como el ébano. ¿Es posible que haya venido al
mundo una criatura tan bonita? ¡Qué brazos tan pequeños,
gordinflones y con hoyitos! ¡Y qué piernas! ¡Robustas como un
roble! He examinado atentamente su cuerpo: es fuerte y
hermoso como el de un joven dios. ¡Ah, el pillín! Lloriquea y se
agita, reclamando el pecho, ¡cómo si no hiciese apenas una
hora que se lo di! Tiene la voz fuerte y no admite retrasos.
Pero he sufrido, hermana mía, bajo los ojos enamorados
y ansiosos de mi marido. Alegre y angustiada a un tiempo,
caminaba ante las ventanas. Me acuerdo que veía segar el
arroz madurado, reunirlo en grandes montones. ¡Año de
abundancia..., vida rebosante!
El dolor me hacía jadear y, sin embargo, me sentía llena
de exaltación al pensar que había llegado a la cúspide de mi
femineidad. ¡Ah, si supieras lo robusto que era! ¡Y con qué
grito imperioso vino al mundo! Temí que su impaciencia le
matase, pero inmediatamente me glorifiqué al verle tan
fuerte, ¡mi hijo de oro!
Mi vida ha dado su fruto. ¿Es necesario que te diga,
hermana, cómo está llena de alegría? ¿Y por qué no abrirme
a ti, que has sondeado tan profundamente mi corazón
desnudo? He aquí cómo ocurrió.
Exhausta, pero triunfante, yacía en el lecho con mi hijo
al lado. Y he aquí que mi marido entra en la habitación, se
acerca a la cama y tiende los brazos. Sentí que el corazón se
me subía a la garganta: quería que se cumpliese el antiguo
60
rito de la presentación.
Cogí a mi hijo y lo puse en los brazos de su padre,
ofreciéndoselo con estas palabras:
Señor, he aquí vuestro primer hijo. Cogedlo. Vuestra esposa
os lo da.
Él me miraba a los ojos y yo sentí que me fundía bajo la
luz ardiente de su mirada. Se inclinó y dijo:
Te lo devuelvo. Es nuestro.
Habló en voz baja, y sus palabras cayeron en mi corazón
como un rocío de plata.
Lo compartiré contigo, yo, tu marido, que te quiere.
¿Lloras, hermana? Sí, ya lo sé, ¡yo también lloro! ¿De qué
otra manera podríamos resistir a tanta alegría? ¡Pero mira a mi
hijo! ¡Ríe!
61
SEGUNDA PARTE
62
CAPITULO X
Hermana, ahora que tengo un hijo, creí poder contarte
únicamente cosas agradables. Supuse que nada podría
hacerme recaer en la tristeza de antes. ¿Por qué han de ser
los lazos dé sangre motivos de dolor?
Hoy, mi corazón apenas puede contener sus latidos. ¡No,
no..., no se trata de mi hijo! Ya tiene nueve meses, ¡y si vieses
qué gordo está! Parece un verdadero Buda.
No le has visto desde que empezó a querer mantenerse
en pie. ¡Es como para hacer reír a un anacoreta! Figúrate que
se empeña en andar, y coge grandes rabietas cuando le
hacemos quedar sentado. Es inútil que intente dominarle: no
hay manera. Constantemente pienso: ¡qué ojos de pilluelo
tiene! Su padre dice que le estoy mimando. Pero yo me
pregunto cómo es posible reñir a semejante revoltoso, un
encanto de criatura como ésta, tan hermosa que hace reír y
llorar de alegría.
¡Oh, no..., no se trata de mi hijo! Es cuestión de mi
hermano, del hijo único de mi madre, que durante todos
estos años ha estado en América. Es él quien nos aflige tanto,
a mi madre y a mí. Recuerda lo que te dije de él, de lo mucho
que le quería cuando éramos pequeños. Luego, no le vi
durante varios años. Es verdad que, de vez en cuando,
recibía noticias suyas, pero no muy a menudo, porque mi
madre no ha podido olvidar que se fue de casa contra su
voluntad. ¿Qué digo? Le ordenó incluso que contrajese
matrimonio con su prometida, y él se rebeló. Ésta es la causa
de que mi madre mencione raramente a su hijo.
No contento con haberla afligido gravemente en el
pasado, ahora la atormenta con otras novedades. Ella me lo
comunicó en una carta que remitióme ayer con Wang-Da-
Ma, nuestra vieja ama de cría y fiel depositaría de todos los
secretos de la familia.
Al entrar, Wang-Da-Ma se inclinó ante mi hijo. Luego, me
63
entregó la carta, no sin suspirar:
¡Ay de mí! ¡Ay de mí!
Estaba segura de que había ocurrido una catástrofe.
Durante un segundo sentí que el corazón dejaba de latir en
mi pecho.
¡Madre mía! exclamé.
La última vez que la vi se apoyaba penosamente en su
bastón; tanto es así que, viéndola en aquel estado, me
reproché interiormente no haberla visitado más que dos
veces después de nacer el niño. Demasiado absorta en mi
felicidad, no encontré el tiempo necesario para visitarla.
No se trata de vuestra madre, hija de honorables señores
rectificó Wang-Da-Ma, suspirando . Los dioses le han
prolongado la vida para reservarle estos nuevos dolores.
¿Se trata de mi padre? pregunté, afligida.
El honorable señor dijo el ama de cría, inclinándose
no bebe todavía en la Fuente Amarilla. ¿Entonces? Me
señaló la carta que había dejado encima de mis rodillas.
Que la joven madre del principesco niño lea la carta me
aconsejó.
Di orden de servir el té a Wang-Da-Ma en otra
habitación y, habiendo confiado el niño al ama, miré la
carta. Estaba dirigida a mí y llevaba la indicación del
remitente: mi madre. Mi asombro era muy natural; nunca
hasta entonces me había escrito ella.
Venciendo un movimiento de duda, rompí el estrecho
sobre y retiré la hoja, que inmediatamente vi cubierta con
finos caracteres trazados por el pincel de mi madre. Salté a
propósito el exordio, llegué al contenido esencial y leí:
«Tu hermano, que desde hace largo tiempo se
encuentra en el extranjero, me escribe que piensa tomar
como esposa a una mujer extranjera...»
¡Oh, hermana! ¡Cómo sentí en aquellas palabras todo el
lacerante dolor de mi madre!
¡ Cruel! ¡ Loco! no pude evitar dirigir estos reproches a mi
hermano, dichos en voz alta.
Las mujeres de la servidumbre acudieron,
aconsejándome que me calmase; debía recordar que la
excitación podía envenenarme la leche. Pero las lágrimas me
sofocaban; para desahogar toda la cólera que hervía en mi
corazón, me arrojé al suelo y lloré mucho. Cuando el llanto
me hubo calmado, y noté que los gritos de las sirvientas me
64
molestaban, les ordené callar y que llamasen a Wang-Da-Ma.
Cuando ésta se encontró en mi presencia le pedí que
esperase el regreso de mi marido, a quien quería pedir
consejo y el permiso de ir a ver a mi madre; mientras
esperaba le ofrecí arroz y carne para que se reconfortase.
Accedió de buen grado, y yo di orden de que le
sirviesen una ración de arroz con un pedazo de carne de
cerdo. Consolándola así por la parte que tomaba en nuestra
desgracia, me sentí singularmente reconfortada.
Encerrada en la habitación, esperando el regreso de mi
marido, reflexioné en lo ocurrido. Recordaba perfectamente
a mi hermano, y por más esfuerzos que hacía no podía
imaginármelo tal como debía ser en la actualidad: un
hombre hecho y derecho, vestido con trajes americanos,
moviéndose con desenvoltura en las calles extrañas de aquel
lejano país, hablando con hombres y mujeres..., más con
mujeres que con hombres, ¡puesto que se había enamorado
de una de ellas! Era inútil, no podía imaginar a mi hermano de
otra manera que como lo pintaban mis recuerdos. Tenía un
palmo de estatura más que yo. Ligero en sus movimientos;
agitado al hablar, riendo con una risa que le hacía enrojecer
y temblar. Su rostro ovalado era, exactamente, el de nuestra
madre; labios rectos y finos, las cejas bien marcadas y los ojos
agudos. Era guapo, y todas las concubinas rabiaban al ver
que sus hijos eran bajitos comparados con él. ¡Pero no podía
ser de otra manera! Las concubinas no eran más que mujeres
ordinarias, esclavas de nacimiento, con labios gruesos y
vulgares, cejas ralas y cabellos rígidos. Mi madre era una
dama, descendía de cien generaciones de damas. Su
belleza estaba hecha de precisión y delicadeza; una
hermosura refinada y madura, tanto en líneas como en
colores, todo ello transmitido, intacto, al hijo.
A él le dejaba indiferente saberse guapo. Todavía le veo
apartando de su cara las manos acariciadoras de las
esclavas. No quería que éstas le molestasen en sus juegos, a
los que se dedicaba con ardor. Ponía gran empeño en todo.
Le veo absorto en su juego, la frente siempre arrugada.
Cuando quería algo, era en serio: ¡que nadie intentara
oponerse! Yo, que lo sabía, no me atrevía a contradecirle
mientras jugábamos, en parte porque él era un muchacho
yo no debía oponer mi voluntad de chiquilla a la suya y,
además, porque le quería mucho, y no soportaba el verle
65
enfadado por cualquier cosa que fuere.
Por lo demás, nadie intentaba contradecirle. Los siervos
y esclavas, le respetaban como a un señorito, y hasta la
severa dignidad de nuestra madre se ablandaba en su
presencia. No permitía, desde luego, que desobedeciese sus
órdenes, pero en realidad, se las componía para no ordenarle
más que las cosas en armonía con los deseos de él. A este
propósito, recuerdo que, en cierta ocasión, ordenó a una
esclava que quitase de la mesa un pastel de aceite que
había quedado; era éste de una clase que le gustaba mucho
a mi hermano, pero le sentaba mal. Al hacerlo desaparecer
se evitaba el peligro de que, viéndolo, mi hermano pidiese,
obligando a mi madre a una negativa.
Los tenía atemorizados a todos, y, naturalmente, triunfó
siempre desde su niñez; tanto es así, que nunca se me ocurrió
observar la diferencia de trato entre él y yo. ¿Cómo se me
hubiera podido ocurrir considerarme al mismo nivel que mi
hermano? Nunca imaginé que esto pudiera ser posible; mi
misión en la familia era de mucha menor importancia que la
esperada de él, el primogénito y heredero de mi padre.
En aquellos tiempos antepuse la afección de mi
hermano a la que pudiera sentir por todos los demás.
Naturalmente, recuerdo nuestros paseos por el jardín:
iba yo cogida de su mano. Nos inclinábamos juntos sobre el
agua poco profunda del estanque, e intentábamos distinguir,
en la verde sombra, las escamas doradas de nuestro
pececillo predilecto; o bien buscábamos piedrecitas
multicolores, con las que construíamos patios con mosaicos,
inspirados en los de casa, pero infinitamente más
complicados. El día que mi hermano me enseñó a manejar
con arte el pincel en mi primer cuaderno, guiando mi mano,
le consideré el más sabio de todos los mortales. Cuando se
aventuraba en los patios de las mujeres yo le seguía como un
perrito sigue a su dueño; y cuando franqueaba la arcada del
portón de entrada a las habitaciones de los hombres, cuyo
acceso me estaba prohibido, me quedaba allí, esperando
que volviese.
Cuando cumplió los nueve años le trasladaron de las
habitaciones de las mujeres a las de los hombres; y nuestra
vida común fue bruscamente interrumpida. ¡Oh, aquellos
primeros días! Yo no hacía más que llorar. Me dormía
lagrimeando para soñar en un lugar donde seríamos siempre
66
niños, sin que nadie nos separase nunca. Pasó mucho tiempo
antes de que me acostumbrase a las habitaciones que
habían quedado vacías después de su marcha. Un día, mi
madre, inquieta por mi salud, me llamó y me dijo:
Hija mía, la nostalgia que sientes por tu hermano no te
conviene. Sentimientos y emociones como los que muestras
no se exteriorizan más que al morir los padres de tu marido.
Procura tener en la vida el sentimiento de las
proporciones y dominarte mejor. Ha llegado el momento de
pensar en serio en tu casamiento: por lo tanto, conviene que
te dediques al estudio y al bordado.
A partir de aquel día se me tuvo siempre presente la
idea del casamiento. Era evidente que mi vida y la de mi
hermano no podían seguir unidas; yo pertenecía más a la
familia de mi prometido que a la mía. ¿Qué otra cosa podía
hacer que no fuese seguir los consejos de mi madre y
dedicarme por entero a mis deberes?
Tengo otro recuerdo bien claro de mi hermano. Se
remonta al día en que dijo querer ir a una escuela de Pekín,
Yo estaba en la habitación de mi madre cuando él entró
para solicitar, por simple cortesía, el permiso, puesto que ya
había obtenido el consentimiento de mi padre, y no era
costumbre de mamá el prohibir lo que su marido había
consentido. Sin embargo, debo reconocer que mi hermano
observaba las formalidades exteriores.
Era en verano. Mi hermano lucía una vestimenta ligera,
de seda gris, y en su pulgar llevaba un anillo de jade. Siempre
elegante, aquel día me hizo pensar en un junco de plata.
Ante mi madre, con la cabeza un poco inclinada, tenía
los ojos bajos, pero desde donde yo estaba podía ver el brillo
de sus pupilas.
Madre dijo , si tú no te opones, quisiera ir a Pekín para
continuar mis estudios.
Mi madre sabía muy bien, como es natural, que no le
quedaba otro remedio que consentir; pero él, por su parte, no
ignoraba que, de haber podido, mamá le hubiera negado su
autorización.
Hijo mío dijo sin vacilar ni llorar, como hubiese hecho otra
cualquiera, sino con una voz firme y tranquila , bien sabes
que ha de hacerse lo que tu padre desea. ¿Para qué hablar,
puesto que no puedo oponerme a la voluntad paterna? Tu
padre y tu abuelo completaron su educación en casa. Y para
67
que te instruyas te hemos dado los mejores maestros de la
ciudad. Incluso Tang, el sabio, fue llamado de Szechuen y
vino a enseñarte la ciencia política. La escuela extranjera no
es necesaria a un hombre de tu rango: piensa que yendo a
una ciudad alejada expones tu vida que no te pertenecerá
por entero más que el día que tengas un hijo en condiciones
de llevar el nombre de los antepasados. Si te casases antes
de irte...
Mi hermano se sobresaltó, irritóse, cerró el abanico que
llevaba en la mano izquierda y lo volvió a abrir con un golpe
seco, mientras brillaba en sus ojos el fuego de la rebeldía.
Pero mi madre levantó la mano:
No hables, hijo mío. Yo no mando todavía, tan sólo te
aconsejo. La vida no te pertenece; así, pues, ten cuidado.
Y con un signo de cabeza le despidió.
A partir de entonces le vi raramente. Antes de mi
matrimonio no compareció por casa más que dos veces; no
teníamos nada que decirnos; y, además, nunca estuvimos
solos. Casi siempre aparecía en el patio de las mujeres con el
único fin de presentar a mi madre un saludo de etiqueta, o
para despedirse, sin que me fuese permitido hablar
libremente en presencia de personas mayores que yo.
Observé que mi hermano había crecido y que se
mantenía bien derecho. El rostro y la persona habían perdido
un poco de la delicadeza de la juventud, esa delicadeza, esa
gracia un poco floreal que, durante los primeros años, hizo
que se asemejase más a una chiquilla que a un hombre. En la
escuela, dirigida según métodos extranjeros así lo oí decir a
mi madre , se practicaban a diario los ejercicios físicos;
gracias a ellos, precisamente, mi hermano se había
fortificado, tanto en estatura como en desarrollo muscular. Al
poco tiempo de irse a Pekín, se cortó el pelo y peinóse a la
manera de la primera revolución; en una palabra, era un
muchacho guapo. Las mujeres, en los patios, suspiraban por
él, y la primera concubina susurraba:
¡Ah! Me recuerda enteramente a su padre, en los tiempos
de nuestro amor.
Luego, mi hermano atravesó el mar y ya no le volví a ver.
Su imagen fue haciéndose casi irreal, y desde entonces
no logré recordarle con exactitud.
Sentada y esperando en mi habitación con la carta de
mamá en la mano, pensé que mi hermano era una persona
68
extraña que yo no reconocía.
Cuando mi marido volvió, al mediodía, corrí a su
encuentro, llorando y mostrándole la carta.
¿Qué pasa? ¿Qué es esto? me preguntó sorprendido.
¡Lee..., lee y dime lo que piensas! exclamé, poniéndome
a llorar de nuevo cuando vi que su rostro se ensombrecía con
la lectura.
¡Qué imbécil! murmuró, haciendo crujir el papel entre sus
dedos . ¡Es una locura! añadió. Pero, ¿cómo es posible
imaginar una cosa semejante...? Sí, ve a casa de tu
honorable madre, que debe de precisar de tus consuelos.
Dio orden al criado de advertir al cochero y de anticipar
la hora de la colación, para no perder tiempo. Cuando todo
estuvo preparado, cogí a mi hijo y me hice acompañar por la
niñera, suplicando al cochero que corriese tanto como fuera
capaz.
Encontré la casa de mi madre sumida en un pesado
silencio, como cuando una nube oculta el esplendor de la
luna. Las esclavas estaban ocupadas en sus tareas
cotidianas, sin decirse una palabra: a lo más un murmullo,
acompañado por un guiño de inteligencia. Wang-Da-Ma,
que regresó conmigo, no hizo más que llorar durante todo el
trayecto.
En el patio de los sauces llorones encontré a la segunda
y tercera damas, sentadas al lado de sus hijos. Al verme
aparecer con mi niño me asaltaron con un sinfín de
preguntas.
¡Qué niño tan hermoso! exclamó la primera, acariciando
con sus dedos gordezuelos la mejilla del chiquillo y
cogiéndole, cariñosamente, una manita . ¡Eres un
verdadero bombón! le dijo. Luego, volviéndose hacia mí
con aire grave, me preguntó: ¿Te has enterado?
Afirmé con la cabeza y pregunté por mi madre.
Desde hace tres días la honorable primera dama no sale
de su habitación me contestó . No habla con nadie y
tan sólo dos veces por día se asoma a la puerta para dar las
acostumbradas órdenes. Sus labios están sellados como los
de una esfinge de piedra y su mirada da miedo. Nadie de
nosotras sabe lo que piensa. ¡Si por lo menos tú quisieras
informarnos de lo que dirá...! añadió, toda sonriente y
persuasiva, tendiendo los brazos a mi hijo.
He de enseñarlo a mi madre dije, para excusarme .
69
Eso la consolará, distrayéndola un poco de sus tribulaciones.
Atravesé el atrio de los invitados, entré en el patio de las
peonías y desde allí, pasando por la sala de descanso de las
mujeres, llegué a las habitaciones de mi madre.
Ordinariamente, el umbral no estaba obstruido más que
por una ligera cortina de raso encarnado, pero en aquella
ocasión vi la puerta cerrada. Acercándome, llamé
suavemente con la palma de la mano. Silencio. Repetí el
gesto, otra vez sin resultado. Únicamente cuando grité:
Mamá, soy yo, tu hija.
Oí una voz que parecía venir de muy lejos.
Entra, hija mía.
Al entrar encontré a mi madre sentada al lado de la
mesa negra esculpida. En la urna de bronce, ante las
inscripciones sagradas de la pared, se elevaban nubéculas
de incienso. Al verme, levantó los ojos del libro que leía y dijo:
¿Has venido? Me esforcé en leer el libro de las Mutaciones,
pero hoy nada puede reconfortarme.
Sacudió la cabeza con aire distraído, el libro cayó y ni
tan siquiera se inclinó a recogerlo.
Su aspecto ausente me alarmó. Siempre la había visto
dueña de sí misma, vigilante; observé que estuvo demasiado
tiempo sola y me reñí a mí misma por el amor egoísta que me
ataba a mi hijo y mi marido, haciéndome posponer
constantemente la visita. ¿Cómo distraerla ahora? ¿Cómo
dar otro giro a sus tristes pensamientos? Puse a mi hijo en pie
sobre sus piernas gordinflonas y le hice que se inclinase ante
ella, murmurando, para que lo repitiese:
La honorable anciana...
...anciana... balbuceó el pequeño.
Como ya te he dicho, mi madre no le había visto desde
que cumplió tres meses y bien sabes, hermana, que es un
chiquillo adorable. ¿Quién puede resistir a su encanto? Mi
madre dejó caer su mirada sobre él, y dudó un instante.
Luego, se levantó, acercóse a una credencia dorada,
sacó una caja de laca encarnada y cogió unas cuantas
galletas cubiertas de simientes de sésamo. El pequeño, con
las manos llenas, rió estrepitosamente, mientras ella seguía
mirándole, sonriendo vagamente, y murmuró:
¡Come, mi boquita de loto! ¡Mi querido Buda de carne! Al
verla así un poco distraída, recogí el libro y llené una taza de
té de la tetera que estaba encima de la mesa. Me ofreció
70
asiento, y las dos nos quedamos mirando al pequeñín, que
jugaba sentado en el suelo. Ignorando si debía o no hablar
de mi hermano, quedé a la expectativa. Pero ella se refirió a
él.
¡He aquí tu hijo! murmuró.
Recordé la noche en que le referí mis penas.
Sí, mamá contesté, sonriendo.
¿Y eres feliz? me preguntó, con los ojos siempre fijos en el
pequeñuelo.
El señor es para mí, su humilde mujer, un príncipe de
gracias y bondad.
El niño fue concebido y nació con las marcas de la
perfección dijo, meditabunda . Desde donde le miro,
observo que es perfecto en todo y por todo. Su hermosura no
deja nada que desear. ¡Ah! Al decir esto tuvo un sobresalto
y se movió nerviosamente . ¡Tu hermano era un niño como
éste! ¡Si hubiera muerto entonces, habría quedado en mi
memoria como un hermoso recuerdo, obediente al igual que
tu hijo! Comprendí que deseaba hablar de mi hermano, pero
seguí callada, esperando que precisara el giro que había
dado a la conversación. Hubo una pausa; después, elevando
los ojos hasta mí, mamá me preguntó:
¿Has recibido mi carta?
La carta de mi madre contesté, inclinándome me fue
remitida esta mañana por una sierva.
Suspiró nuevamente, y, levantándose, se acercó a una
escribanía y sacó de uno de sus cajones una segunda carta,
que yo en pie, cogí con ambas manos.
¡Lee!
Era de cierto Ciú, con quien mi hermano había ido de
Pekín para América. El Ciú-Kuoh-Ting informaba a los
honorables ancianos, por encargo de su amigo, que su hijo se
había prometido, según las reglas occidentales, con la hija de
un profesor de la Universidad. El prometido enviaba sus filiales
respetos a los padres y les rogaba rompiesen el compromiso
con la familia de los Li, cuya sola idea le había hecho sentirse
siempre desgraciado. A la vez que se declaraba hijo indigno,
rendía homenaje a las superiores virtudes de sus padres y a su
inagotable bondad; deseaba, sin embargo, hacer constar
con toda claridad que no podía unirse a la que fue su
prometida según los usos y costumbres chinos, pues los
71
tiempos habían cambiado.
La carta concluía con expresiones de cariñoso afecto y
obediencia, lo que no impedía que declarase rotundamente
su decisión de contraer aquel insensato matrimonio. El amigo
fue elegido por mi hermano con el fin de evitar a él y a sus
padres el embarazo de una desavenencia directa. Al leer la
carta me pareció que odiaba a mi hermano. Mi corazón era
un océano tempestuoso. Cuando acabé la lectura, doblé la
hoja y, sin ningún comentario, devolví la carta a mi madre.
Está loco dijo . Por carta eléctrica le he ordenado que
regrese inmediatamente.
Aquello era una evidente demostración del estado
nervioso de mamá. Debía de estar muy apresurada para
recurrir al telégrafo, cuya implantación, a base de postes e
hilos diseminados por las calles de nuestra ciudad, le habían
hecho clamar como si se tratase de un sacrilegio.
Acostumbraba decir:
Nuestros antepasados empleaban el pincel y el cubilete de
tinta seca. ¿Acaso nosotros, sus indignos descendientes,
hemos de enviar comunicaciones más urgentes que sus
augustas palabras, para tener tanta prisa?
Estaba indignada. Y cuando supo que las palabras
podían viajar también por debajo del agua, dijo, a guisa de
comentario:
¿Es que llegará el día en que tengamos necesidad de
comunicar algo a esos bárbaros? ¿Acaso los dioses, con su
sabiduría, no han interpuesto el mar entre ellos y nosotros para
mantenernos separados? ¡Impío el que quiera unir lo que los
dioses separaron!
¡Y he aquí que ella también tenía prisa!
Creí dijo con tristeza- que nunca habría de recurrir a esos
inventos extranjeros. No hubiera precisado de ellos de
haberse quedado mi hijo donde nació. ¡Pero cuando hemos
de habérnoslas con los bárbaros, es necesario pactar con el
diablo en persona!
Intenté consolarla:
Mamá, no se aflija demasiado. Mi hermano es obediente, y
no cometerá la locura de perderse por una mujer extranjera.
Mi madre movió la cabeza, apoyando la frente entre sus
manos. ¡Qué enflaquecida estaba! Una súbita ansiedad se
apoderó de mí. Nunca había estado lo que se dice metida
en carnes, pero se había quedado delgadísima, y la mano
72
que llevó a su frente temblaba. Lentamente me dijo, con voz
agotada:
Desde hace tiempo aprendí que cuando una mujer logra
penetrar en el corazón de un hombre, los ojos de ese hombre
están como hipnotizados por la visión interna de ella; y así
siguen durante algún tiempo, ciegos a cualquier otra verdad.
Hizo una pausa, luego añadió, con palabras que eran
suspiros :
¿Acaso tu padre no está considerado como un hombre de
bien? Sin embargo, hace tiempo me convencí de que
cuando una mujer le atrae por su belleza, y cuando se
enloquece, no escucha razonamientos. Y el hijo no puede ser
más sensato que un padre que, luego de haber conocido
más de veinte cancionistas, conduce a su casa a tres
concubinas, y hubiera tomado una cuarta si sus deseos por
una mujer de Pekín no se hubieran extinguido antes de
concluir sus negociaciones. ¡ Ah, los hombres! Al decir esto
se puso en pie de un brinco, oprimiendo los labios y haciendo
de su boca la expresión viviente del desdén . ¡Los hombres!
Sus pensamientos más secretos son siempre tortuosos como
serpientes que rodeasen el cuerpo vivo de una mujer.
Yo me quedé estupefacta. Nunca había hablado así de
mi padre y las concubinas. ¡Cuánta amargura, cuántos
sufrimientos en aquel corazón hermético! Pero, ¿qué podía yo
decir para consolarla? Intenté imaginar lo que ocurriría si mi
marido tomase una concubina... Fue en vano, únicamente
lograba recordar las horas de nuestro amor.
Involuntariamente, mis miradas cayeron en el niño,
sentado en el suelo y jugando con las galletas de sésamo. En
verdad, ¿qué podía decir yo para consolarla?
Quizá la extranjera... empecé tímidamente. Mi madre
golpeó los mosaicos con su larga pipa y empezó a cargarla
con dedos que temblaban de puro nerviosismo.
Dejémoslos en paz dijo con aspereza . Yo he hablado,
ahora le corresponde obedecer. Que vuelva y se case con su
prometida, la hija de los Li. ¡De ella debe nacer su hijo! Una
vez ejecutada la voluntad de los antepasados, que tome a la
que quiera como concubina. ¿Acaso el hijo puede ser más
perfecto que el padre? Pero, ahora, cállate, déjame; no
puedo más de cansancio. Quiero descansar un poco en la
cama.
¿Qué decir? Mi madre estaba muy pálida, y su cuerpo
73
se curvaba como un junco marchito; cogí al niño en los
brazos y salí de la habitación.
Cuando volví a casa, conté a mi esposo, llorando, que
había sido incapaz de aliviar el dolor de mi madre. Me
aconsejó tener paciencia hasta la vuelta de mi hermano. Sus
palabras me dieron esperanza. Sin embargo, al día siguiente,
mientras él estaba fuera, la duda me invadió de nuevo: no
podía olvidar a mi madre.
En la tristeza de todos aquellos años, se mantuvo fuerte
por la esperanza del porvenir: la esperanza que todas las
buenas mujeres tienen en el hijo de su hijo, para el sostén de
su vejez y el honor de la familia. ¿Cómo era posible que mi
hermano hubiese antepuesto su inconsiderado deseo a la
esperanza de toda la vida de mi madre? Le regañaría,
repetiría todo lo que había oído decir de él, le recordaría que
él era el único varón de la familia. Y acabaría diciéndole:
¿Cómo puedes poner en las rodillas de nuestra madre al
hijo de una extranjera?
CAPÍTULO XI
¡Siempre sin noticias, hermana! El jardinero, que
diariamente, ateniéndose a mis órdenes, va a casa de mi
madre para informarme de su salud y preguntar si mi
hermano ha dado señales de vida, vuelve, desde hace
quince días, con la misma contestación:
La honorable anciana dice que no está enferma. A los ojos
de la servidumbre no escapa el hecho de que languidece:
no come apenas. Del señorito no hay noticias. Así, en cierto
modo, el corazón de la anciana consume el cuerpo. A su
edad no se resisten fácilmente algunas penas.
Pero, ¿por qué no dice algo mi hermano? Para mi
madre he preparado manjares delicados en una vajilla de
porcelana fina, y se los he enviado con unas siervas,
añadiendo, además, este mensaje: «Pruebe estos alimentos,
madre mía. No saben a nada, pero ya que los he preparado
yo misma, sírvase consumirlos.»
Me han dicho que ahora come un poco, pero que, de
74
pronto, deja en la mesa los palillos, víctima de la náusea que
llena su corazón. ¿Cómo puede mi hermano matar así a
mamá? Debería saber que no es una mujer que pueda
soportar las groserías del Occidente. Es escandaloso por parte
de mi hermano olvidar así sus deberes.
¿Qué decisión tomará mi hermano? Pienso en ello sin
cesar, perpleja. Al principio me pareció imposible que no
acabase cediendo a nuestra madre. ¿No ha recibido todo
de ella? ¿Cómo es posible que pueda pensar en contaminar
el don sagrado con una extranjera?
Mi hermano aprendió desde su más tierna infancia el
sensato precepto del Gran Maestro, que prescribe: «El primer
deber del hombre es atenerse a la voluntad de los padres.»
Así, pienso que cuando mi padre vuelva a casa y sepa
lo que ocurre, unirá su veto al de mamá.
Esta idea me ha devuelto un poco la calma perdida.
Pero hoy me siento como una terrible corriente de aire
que se extiende por las arenas. ¿Qué ha ocurrido? Hermana,
mi marido me hace también dudar de la sabiduría de la vieja
máxima. ¡Ejerciendo en mí la fuerza de su amor, aviva mis
dudas! Anoche dijo palabras extrañas. Las cosas ocurrieron
así.
Estábamos sentados en la terraza de ladrillos que ha
hecho construir en la parte de la casa que da al Mediodía. En
el piso inferior, nuestro hijo dormía en su cunita de bambú, la
servidumbre se había retirado y ocupábase en sus
quehaceres. Yo, como es conveniente, me había sentado a
poca distancia de mi marido, en una silla de hierro
esmaltado; él se había tendido en un largo sillón de mimbre.
Contemplábamos la luna llena que, muy alta, parecía
oscilar en el cielo. Se había levantado un viento nocturno que
empujaba rápidamente, en los cielos, una cohorte de nubes
que parecían enormes pájaros blancos. Tras los vapores que
pasaban, la luna se escondía y reaparecía, magníficamente
clara y pura; se tenía la ilusión de que la luna corría por
encima de los árboles. Estaba extasiada por aquella belleza y
la paz que emanaba. El aire olía a lluvia, me sentía dichosa
de vivir.
Levanté los ojos, mi marido me contemplaba. Temblé de
placer íntimo y exquisito.
¡Qué hermosa luna! dijo, por último, con entusiasmo .
¿Quieres tocar tu vieja arpa, Kwei-lan?
75
Intenté, en broma, hacerme rogar.
Según nuestros antepasados que la inventaron, el arpa
aborrece seis cosas; a saber, emitir sus sones en los siguientes
casos: cuando hay otros instrumentos, en caso de duelo,
cuando el músico se siente desgraciado, cuando su persona
está oculta, cuando no se ha dejado arder incienso fresco y,
por último, cuando hay un auditorio poco benévolo. Si esta
noche no suena el arpa, ¿en cuál de estos puntos, mi señor,
hay que buscar la causa?
Él se puso serio y dijo:
Hubo un tiempo, lo sé, en que el arpa no hubiese dejado
oír sus sones por mi causa; yo era un oyente poco benévolo.
Pero ahora, bajo tus dedos, deben resonar las viejas
canciones de amor, las canciones de los poetas.
Persuadida, me levanté y fui a buscar el instrumento.
Apoyándolo en la mesita de piedra, pulsé sus cuerdas,
mientras pensaba en lo que iba a tocar. Por último, canté:
Fresco es el viento de otoño
y clara la luna,
llueven las hojas muertas.
Y, aterido de frío,
del árbol, un cuervo
sale volando. Amor, ¿dónde estás? Esta noche mi corazón llora.
¡Estoy sola!
Hacía tiempo que mis dedos no habían hecho vibrar las
cuerdas, y el triste eco final flotó largo rato en el aire.
«Sola..., sola..., sola...» Parecía como si el viento
propagase el eco, y, súbitamente, se hubiera dicho que todo
el jardín vibraba con la lastimera armonía, que reavivaba en
mí la tristeza de mi madre, aplacada durante una hora de
calma y paz.
Puse una mano sobre las cuerdas para extinguir el
quejido.
Señor, yo soy la causa de que el arpa haya enmudecido.
Me siento afligida y el instrumento gime conmigo.
¿Afligida? se levantó y acercóse a mí, cogiéndome la
mano.
Es por amor a mi madre dije débilmente, atreviéndome
a apoyar un instante mi cabeza en su brazo . Está triste, y su
aflicción se expresa en el son del arpa. Este hermano mío...
Siento que mi madre está inquieta esta noche; esperando su
76
llegada, todo se convierte en inquietud. A mi madre no le
queda más que él. Se diría que ya no existe ningún lazo entre
ella y mi padre, y yo misma he pasado a ser una extraña
desde que fui... tuya.
Mi marido se calló. Extrajo de su bolsillo un cigarro
extranjero y lo encendió. Después, con voz calmosa, dijo:
Es necesario que estés dispuesta a lo peor. Será mejor
contemplar la verdad cara a cara: probablemente tu
hermano no obedecerá a su madre. Me sobresalté.
¿En qué te basas para creer eso? le pregunté. ¿Y en
qué te basas tú para no creerlo? Por favor, no me
contestes con otra pregunta. Yo no sé discutir. Pero tengo un
buen argumento: mi hermano se educó en la obediencia a
sus padres. Y el deber de un hijo...
Los antiguos dogmas se derrumban..., mejor dicho, se han
derrumbado ya me interrumpió, guiñándome el ojo de una
manera significativa . ¡Actualmente se piensa de otra
manera! Sus palabras me llenaron de duda. De pronto,
recordé una cosa que siempre me había consolado en
secreto, aunque la expresé en voz alta.
¡Las mujeres extranjeras son tan feas! murmuré . Sus
hombres no tienen otra alternativa, pero... ¡Me callé
avergonzada por hablar de hombres ante mi marido. ¿Cómo
podían los hombres sentir deseos por mujeres del tipo de la
que vimos antes de nacer nuestro hijo? ¡Aquellos ojos
insípidos! ¡Aquellos cabellos descoloridos! ¡Y las manos! ¡Y los
pies! Como si yo no conociese a mi hermano. Sabía que, al
igual que mi padre, lo que más apreciaba en la mujer era su
belleza.
Mi marido rió suavemente.
¡Ah, poco a poco; todas las chinas no son guapas, ni todas
las extranjeras son feas! La hija de los Li, a quien estuvo tu
hermano prometido, no es una belleza, según he oído decir.
En la venta de té, por ejemplo, dicen que no solamente tiene
los labios demasiado gruesos, sino arqueados hacia abajo,
como una hoz para segar el trigo...
¿En esas cosas se entretienen los ociosos que frecuentan la
venta de té? pregunté, indignada . ¡Es una joven de
bien, y pertenece a una noble familia!
No hago más que repetir lo que dicen... Tu hermano, sin
duda, oyó algo de eso. Inútil decir que este detalle puede ser
causa de anhelar a otra mujer en su corazón vacante.
77
Nos callamos durante unos segundos; luego, mi marido
prosiguió, entre chupada y chupada de su cigarrillo:
¡Ah, esas extranjeras! ¡Algunas son hermosas como la
Estrella Blanca! Ojos claros..., libres, desenvueltas...
Me volví hacia él y le miré con ojos dilatados por la
sorpresa. Mi marido ni se dio cuenta, y continuó:
¡Sus hermosos brazos desnudos! No tienen nada de la
modestia artificial de nuestras mujeres. Son libres como el
viento y el sol. Con una sonrisa, un movimiento, conquistan el
corazón de un hombre... y lo dejan escapar entre sus dedos,
como un rayo de sol.
La respiración me faltó: ¿de qué hablaba? ¿Qué
extranjera le había enseñado aquellas cosas? De pronto, un
amargo despecho se apoderó de mí.
Tú..., tú has...
Apenas movió la cabeza y rió tranquilamente.
¿Qué dices, mujer...? No..., nunca me devastaron el
corazón. Fue mío hasta que...
Su voz se extinguió a la par que adquiría un tono de
ternura que reconocí inmediatamente y me emocionó.
¿Fue difícil? murmuré.
Pues, sí..., a veces. A nosotros, los hombres chinos, nos han
mantenido muy distantes... Nuestras mujeres son tan
reservadas..., tan juiciosas... No es que las censure, pero,
ahora, a los jóvenes (y tu hermano es un joven) les gustan
esas otras, las extranjeras, con sus hermosas carnes blancas
como las plumas de un cisne, y sus cuerpos exquisitos, que
ofrecen al bailar...
¡Silencio, mi señor! dije con dignidad . Eso es un
discurso para hombres solos, y yo no quiero oírlo. ¿Es posible
que esa gente sea tan inculta y salvaje como se desprende
de tu conversación?
No contestó él, calmosamente . Eso se debe, en parte,
a que pertenecen a un pueblo joven, y la juventud busca el
placer con ímpetu. Pero yo hablo así porque tu hermano
también es joven y, aunque te desagrade el saberlo, no
debemos olvidar que los labios de su prometida son tan
curvos como un mayal para el arroz.
Sonrió una vez más y, sentándose de nuevo, se abstrajo
en la contemplación de la luna.
Recapitulando, me convencí de que mi marido sabía
mucho. Era imposible no tener en cuenta sus palabras. De lo
78
que había dicho deduje que se desprendía cierta extraña
fascinación de las carnes desnudas de aquellas extranjeras.
Me vino el recuerdo de los ojos brillantes y la sonrisa de la
tercera concubina la noche del convite. Temblé y no pude
desterrar los tristes pensamientos.
Mis reflexiones no me dejaban en paz. Cierto que mi
hermano no es más que un hombre, y su silencio resulta de
muy mal augurio. Desde que era pequeñín, su silencio
reforzaba las decisiones que había tomado. Wang-Da-Ma
solía decir que cuando mi madre le prohibía algo, se callaba
súbitamente, pero era para desear con mayor empeño la
cosa codiciada.
Con un suspiro, coloqué el arpa en su estuche de laca.
La luna se había ocultado por completo tras las nubes.
Empezó a llover; el tiempo cambió y entramos en la
casa.
Pero dormí mal.
CAPÍTULO XII
Hoy la aurora emergió de un cielo gris, inmóvil. El aire,
cargado de humedad, arrastraba los recientes calores. El
pequeño está en perfecta salud, y, sin embargo, lloriquea.
Por el siervo que envié a casa de mi madre en busca de
noticias, supe que mi padre ha vuelto. Según parece Wang-
Da-Ma tomó la iniciativa de escribirle, por intermedio del
escribano que tiene su puesto en la entrada del templo, para
advertirle del estado de mi madre y hacerle ver la
conveniencia de su regreso. Mamá apenas come y se pasa
el día entero encerrada voluntariamente en su habitación. Al
recibir mi padre la carta, regresó inmediatamente a casa.
Sentí el deseo de verle, y con ocasión de esta visita he
vestido a mi hijo de encarnado: es la primera vez que lo verá
mi padre.
Lo encontré sentado junto al estanque del Pez Dorado.
Probablemente a causa del gran calor, y porque había
engordado mucho, no llevaba más que una almilla y
calzones de seda estival, clara como el agua bajo los sauces.
A su lado, la primera concubina le abanicaba:
operación completamente inútil, puesto que el sudor le corría
79
por las mejillas como luego de un esfuerzo fuera de lo normal.
En las rodillas tenía a uno de sus hijos, vestido de gala.
Al verme aparecer en el patio, exclamó:
¡Aja, he aquí a la madre con su nene!
Dejó en el suelo al pequeñín que tenía en las rodillas, e
invitó a mi hijo a que se acercase, animándole con sonrisas y
carantoñas, mientras yo me inclinaba profundamente; como
respuesta, sacudió la cabeza. Uní las manos de mi hijo e hice
que se inclinase.
Mi padre estaba muy contento.
¡Aja, aja...! continuó exclamando en voz baja. Levantó a
mi hijo, le palpó los brazos y piernas regordetas.
Los ojos dilatados del chiquillo le hacían reír.
¡Qué hombrecillo! exclamó, encantado . ¡Pronto, una
esclava; trae dulces inmediatamente! Las ciruelas con azúcar
cande y los pastelillos de tocino.
Me alarmé. El nene no tenía más que diez dientes.
¿Cómo iba a comer ciruelas con azúcar cande?
¡ Oh, mi honorable padre! supliqué . Tenga en cuenta
su tierna edad. Su pequeño estómago está únicamente
acostumbrado a alimentos ligeros. Le ruego...
Pero mi padre me indicó que callase, y continuó
hablando al pequeñín. No me quedaba más remedio que
resignarme...
¡Eres un hombrecito y tu madre te alimenta con papillas!
Hija mía, yo también tengo hijos, muchos... ¿Cuántos? ¿Cinco
o seis... ? Y te aseguro que entiendo de niños más que una
madre que tan sólo tiene uno, ¡aunque sea tan hermoso
como éste!
Rió con risa cavernosa y prosiguió:
Si tu hermano tuviese de la hija de los Li un niño como el
tuyo, ¡por lo menos moriría sabiendo que mis huesos serán
honrados!
Animada al oírle hablar de mi hermano, pregunté:
¿Y si mi hermano decide casarse con una extranjera? Esa
es la inquietud que oprime el corazón de mamá y la hace
languidecer cada día más.
Mi padre adoptó una expresión de despreocupado
escepticismo.
Tu hermano hará lo que yo diga. ¿Cómo se le va a ocurrir
casarse con una extranjera sin mi consentimiento? No sería
legal. Tu madre se preocupa sin motivo; esta misma mañana
80
le he dicho: «Cesa en tu inútil aflicción. El muchacho quiere
divertirse con una extranjera. Eso le place. Cuando se haya
cansado (y eso ocurrirá dentro de dos lunas, y, si es
verdaderamente hermosa, dentro de cinco o seis) se
adaptará a casarse con la muchacha de los Li. No vamos a
pretender que viva como un ermitaño durante sus cuatro
años de estancia en el extranjero. ¿Acaso las mujeres
extranjeras no son mujeres...?» Eso es lo que dije a tu madre.
Pero ella insiste todavía... ¡Es incomprensible! Bueno,
siempre ha sido así; recuerdo que siempre la dominó alguna
idea fija.
No quiero censurarla: es valiente, cuidadosa...; entre sus
manos, mi oro y mi plata no se despilfarra en tonterías. Por eso
no me quejo. Contrariamente a las otras mujeres, su manera
de reprenderme es guardando el más absoluto mutismo. A
veces quisiera que me riñese; así saldría de ese silencio tras el
que se escuda; un silencio que me ha desconcertado desde
que nos casamos. ¡Bah, ahora ya no me importa! ¿Quién es
capaz de entender a las mujeres y sus caprichos? Pero desde
su juventud ha tenido el defecto de ser demasiado seria; y, en
esas condiciones, ¿qué hacer sino tomar la vida tal como
viene? Cuando se apodera de ella una idea, la adopta hasta
convertirla en un complemento de su vida, una misión, un
deber... ¡Nada, como para acabar la paciencia a
cualquiera!
Se interrumpió, preso de una irritación que nunca viera
en él; arrebató el abanico de la mano de la concubina y se
puso a abanicarse. Dejó a mi hijo en el suelo y pareció
olvidarse de que existía tal criatura. Pronto desapareció su ira,
y de nuevo adoptó la expresión acostumbrada de pacífico
buen humor. Llenó de dulces las manos del chiquillo y dijo:
Come, pequeño. ¿Qué importa todo? Y tú, hija mía, no te
preocupes. ¿Acaso puede vivir un hijo que desobedezca a su
padre? Mi serenidad es absoluta.
Yo no estaba muy persuadida y, tras un corto silencio,
dije:
¿Y si a pesar de todo, mi hermano se niega a obedecer?
He oído decir que los tiempos han cambiado...
Mi padre no quiso hablar más de aquel asunto. Lo
liquidó con un desabrido ademán, y sonrió.
¿Negarse? Nunca he oído hablar de un hijo que no acate
las órdenes de su padre. Cálmate, hija mía. Dentro de un año,
81
será el padre de un hijo legítimo, que dará a luz la pequeña
de los Li... ¡Un niño como tú, hombrecillo!
Y dio un cachetito a mi hijo.
Cuando mi marido supo lo que mi padre pensaba,
contestó :
Lo malo es que me parece difícil que la extranjera se
resigne al papel de subordinada. En su país no se acostumbra
tener mujeres secundarias.
No supe qué contestar. Nunca se me había ocurrido
pensar en la extranjera e ignoraba cómo juzgaría ella nuestras
costumbres. ¿No había logrado seducir a mi hermano? ¿Qué
otra cosa podía desear? Hasta entonces tan sólo pensé en mi
hermano y en sus deberes para con mis padres. A partir de
aquel momento empecé a pensar en ella.
¿Quieres decir que pretenderá ser, durante toda su vida, la
única mujer de mi hermano? pregunté.
Me sentía dominada por cierta indignación. ¿Con qué
derecho podía ella prohibir a mi hermano que usase de una
prerrogativa que le concedían las leyes del país? ¿Cómo
podía exigir a su marido más de lo que mi madre pidió al
suyo?
Dije esto a mi marido y concluí:
Es muy sencillo. Si se casa con un hombre de nuestra raza,
debe resignarse a concederle la libertad a que está
acostumbrado; pero no puede pretender importar aquí las
costumbres de su país.
Mi marido apenas me miró, sonriendo de una manera
extraña. Yo no acertaba a comprender su actitud. Después
de una pausa, dijo:
Supongamos que yo te haga saber mi deseo de tomar una
mujerzuela..., una concubina.
Me sobresalté.
¿Sería posible que tuvieses esa intención...? ¡Yo te di un
hijo!
Se puso en pie de un salto. Sentí sus brazos rodearme la
espalda, y murmuró en mi oído:
No, no, corazoncito; no he querido decir eso. No lo haría...
no podría hacerlo aunque quisiese...
Pero las palabras que acababa de pronunciar eran
demasiado inesperadas. Palabras que toda esposa teme, y,
sin embargo, prevé tener que oír. ¿Pero yo...? Yo no las había
previsto. Y, de pronto, me inyectó en el corazón toda la
82
angustia de mi madre, la angustia de centenares de mujeres
que, luego de amar a sus señores, perdieron el favor de éstos.
Dominada por este pensamiento, no pude contener las
lágrimas. Él empezó a consolarme, cogiendo mis manos entre
las suyas y diciéndome palabras cariñosas. Por último dejé de
llorar. Hubo una pausa bastante larga, y de pronto, él se
interesó:
¿Por qué llorabas?
Incliné la cabeza, tenía las mejillas ardientes.
Cogiéndome la cabeza con ambas manos, me obligó a
mirarle a los ojos.
¿Por qué? ¿Por qué? insistió.
Porque, mi señor balbuceé , tú llenas todo mi corazón,
y yo...
Me callé, pero en sus ojos leí la contestación. Luego, con
infinita ternura, dijo:
¿Y si esa extranjera quisiese a tu hermano tanto como tú
me quieres a mí? Su corazón no difiere del de las mujeres
chinas, aunque haya nacido en el extranjero. Todas las
mujeres sois iguales en carácter y aspiraciones.
Nunca había pensado así de las extranjeras, pero
observé que hasta entonces no había comprendido bien las
cosas. Fue necesario que mi marido me iluminase.
¡Tengo miedo! Empecé a comprender. ¿Qué haremos
si mi hermano y la extranjera se quieren hasta ese punto?
CAPÍTULO XIII
¡Mi hermano ha escrito! Escribió a mi marido
suplicándole que intercediese con mis padres. Hablaba de la
extranjera con ardientes palabras. Decía que era hermosa
como un pino cubierto de nieve.
Y añadió, oh hermana mía, que ya había contraído
matrimonio según las leyes extranjeras. Concluía diciendo que
habiendo recibido la carta de mi madre en que solicitaba su
presencia en casa, obedecería trayendo con él a su esposa.
«Con tal decía que nosotros le ayudásemos en lo
posible, puesto que ama y es correspondido...»
¿Qué hacer? El amor que me une a mi marido me
desarma por completo. Mi hermano no puede elegir
83
argumento más eficaz para convertirme en su aliada: si su
esposa le quiere como yo a mi marido, ¿puedo yo negarle
algo?
Iré a ver a mi madre.
Han pasado tres días, hermana, desde que vi a mi
madre; me había preparado para comparecer ante ella con
humildad; primero elegí las palabras con el cuidado que un
enamorado elige las joyas para su esposa. Entré sola en la
habitación, y le hablé con una suplicante delicadeza.
¿Quieres creerlo? No me comprendió, no quiso
comprenderme. Somos muy diferentes mi madre y yo. Me
acusó, en silencio, de favorecer a la extranjera y tomar
partido por mi hermano en contra de ella, ¡mi madre,
hermana! No expresó su pensamiento, pero comprendí que lo
sentía en el fondo de su corazón, y por eso no sirvieron de
nada mis explicaciones.
¡Y eso luego de preparar mi discurso con tanto cuidado!
Me había dicho a mí misma: «Despertaré en ella el recuerdo
de sus primeros años de casada, del amor de mi padre..., de
la época en que ella estaba en plena posesión de su
juventud.»
Pero ¿cómo pueden las rudas imágenes, que son las
palabras, contener la esencia y el espíritu del amor? Es lo
mismo pretender encerrar una nube rosa en un recipiente de
hierro, o pintar una mariposa con el duro pincel de bambú.
Cuando, dudando a causa de la delicadeza de mis
argumentos, hice alusión a la secreta armonía que encadena
de una manera inesperada los corazones, me dijo con
sarcasmo:
¡Tonterías! No existen esas cosas entre hombres y mujeres.
Altanera, añadió : Al fin y al cabo, no se trata más que
de un deseo inútil. No sirve de nada querer velarlo con
expresiones poéticas. El deseo se reduce a esto: el deseo del
hombre por la mujer y de la mujer por un hijo. Una vez
satisfecho, no queda nada...
Yo volví a la carga.
Recuerde, mamá, la época de su casamiento. ¿Se
acuerda de cómo hablaban sus almas, la de papá y la suya?
Me puso sobre los labios un dedo flaco y febril.
No me hables de papá. En su corazón hay cien mujeres. ¿A
cuál de ellas pertenece su alma?
¿Y su propio corazón, mamá? pregunté con dulzura,
84
cogiendo su mano, que sentí temblar un instante entre las
mías antes de que la retirara.
Vacío contestó . Mi corazón espera a mi nieto, el hijo
de mi hijo. El día en que haya conducido a mi nieto ante las
tablillas de los antepasados, entonces podré morir en paz.
Me volvió la espalda y negóse a seguir hablando.
No me quedaba más que retirarme. Y lo hice con
tristeza. ¿Qué era lo que me había separado así de mamá?
Hablábamos en voz alta, pero era como si no nos
oyésemos...; hablábamos sin comprendernos.
Noto que he cambiado y que en ese cambio ha
contribuido el amor.
Me parece ser un puente muy frágil tendido sobre un
abismo abierto entre el pasado y el presente. Me aferraba a
la mano de mi madre y no quería abandonarla, porque sin
mí, mamá quedaría muy sola; pero, a la vez, sentía que mi
mano estaba encerrada en la de mi marido, ¡y comprendo
que nunca podré renunciar a su amor!
Y, ahora, hermana, ¿qué nos reserva el porvenir?
Vivo días de espera. Me parece soñar, e
invariablemente ese sueño evoca un navío blanco y el agua
azul. La embarcación vuela, como un gran pájaro, hacia la
costa. ¡Si pudiese alargar mi brazo hasta la mitad del océano,
coger el barco e impedirle que se acercase! Porque, de otra
manera, ¿cómo va a ser feliz mi hermano después de lo que
ha hecho? Para él ya no hay sitio bajo el techo paterno.
Pero mis manos son débiles y no pueden detener el
destino; mi espíritu se niega a formular ideas bien netas. Nada
consigue hacerme olvidar el navío; tan sólo, y parcialmente,
el balbuceo de mi hijo, que empieza a querer hablar. Lo
tengo cerca de mí durante todo el día; pero, por la noche,
empieza a murmurar en mis oídos el ruido de las olas. A cada
hora que pasa, el barco se acerca... y yo no puedo hacer
nada para evitarlo.
¿Qué pasará cuando mi hermano llegue con ella? Lo
extraordinario de la situación me espanta, me siento inerme.
No logro discernir lo que está bien o mal, no puedo
hacer otra cosa que esperar. ¿Cuánto tiempo todavía? Mi
esposo dice que siete días. Siete días, al cabo de los cuales el
navío blanco llegará al puerto, en la desembocadura del Hijo
del Mar, el gran río que corre por las afueras de la parte
septentrional de la ciudad.
85
Mi marido no acierta a comprender por qué me agarro,
por decirlo así, a las horas, para alargarlas..., hacer, si es
posible, que se retrasen. En lo que me concierne, soy incapaz
de decirle con palabras lo que pienso de los momentos que
habremos de vivir. Él es un hombre, ¿y cómo podría
comprender el corazón de mi madre? ¡Temo tanto la llegada
de mi hermano! No he vuelto a ver a mi madre, pero no
puedo olvidarla..., ni tampoco su soledad. Sin embargo, nada
teníamos ya que decirnos.
Tampoco puedo olvidar a mi hermano ni a la mujer que
él quiere. Me siento sacudida violentamente por un lado y por
otro, como un débil ciruelo que no puede oponer resistencia
al viento demasiado fuerte.
CAPÍTULO XIV
¡No he podido esperar, hermana, una hora más
oportuna! He venido a pie después de dejar a mi hijo entre los
brazos del ama, sorda a sus gritos cuando vio que me iba. No,
no me sirvas el té. Debo regresar inmediatamente, he venido
tan sólo para contarte... ¿Te has enterado? ¡ Llegaron al fin!
¡Mi hermano y la extranjera! Hace dos horas. Han hablado
con nosotros durante la comida. La he visto, la he oído
hablar..., pero no entiendo nada de lo que dice. ¡Qué
criatura tan extraña...! Tan extraña que, a pesar mío, no
puedo por menos de mirarla con ojos asombrados.
Estábamos ocupados en preparar la comida cuando el
portero entró en la estancia y anunció sin apenas inclinarse.
¡En la puerta hay un hombre con una mujer como no he
visto nunca! ¡Ni siquiera sé si es hombre o mujer! ¡Parece una
mujer, pero es tan alta como un hombre!
Mi esposo me miró, dejando los bastoncillos.
Son ellos dijo, tranquilamente, en contestación a mi
mirada interrogadora.
Bajó, regresando inmediatamente con los huéspedes.
Les recibí de pie. Te confieso que cuando vi la elevada
estatura de la extranjera me faltaron las palabras, y apenas vi
a mi hermano. Tan sólo tenía ojos para ella; su cuerpo ágil,
envuelto en una chaqueta de color azul que le llegaba hasta
las rodillas.
86
Mi marido no se mostró intimidado. Les invitó a sentarse
a la mesa con nosotros, y dio orden de que les fuera servido
arroz y té. Yo me callaba, muy ocupada en mirarla. Incluso
ahora no ceso de preguntarme:
¿Qué haremos con esa extraña criatura? ¿Cómo la vamos
a adaptar a nuestra vida?
Casi no me acordaba de que mi hermano la quería, y
noté una confusa sensación de estupor a causa de su
presencia en mi casa.
Me parecía soñar... Y, en realidad, notaba la sensación
de alguien que, soñando, se hace cargo de lo irreal de sus
visiones.
¿Quieres saber qué aspecto tiene? Me es difícil
describírtela, aunque, como ya te he dicho, no cesé de
mirarla desde que entró. Veamos: es más alta que mi
hermano y lleva cabello corto. Pero los rizos están dispuestos
de tal manera, que ocultan decorosamente sus orejas.
Descompuestos por los cuatro vientos, tienen un color de
cobre viejo, como el vino que llamamos «hueso de tigre». ¿Los
ojos? Son como el mar bajo un cielo tempestuoso, y no se ríe
con facilidad.
Desde que la vi me pregunté si era guapa. La
contestación me vino de pronto; no, no lo es. En efecto, no
tiene las cejas bonitas..., ¿sabes...? de esas que se asemejan
al vello que tienen las mariposas en las alas, como las que nos
gustan a nosotros. Son oscuras y marcadas sobre unos ojos
pensativos. A su lado, mi hermano aparece con un rostro
juvenil, lleno de rasgos más sutiles. Sin embargo, no tiene más
que veinte años, cuatro menos que mi hermano.
¿Y sus manos? Puestas junto a las de mi hermano, se
diría que las de éste son las que debieran corresponder a ella.
¡Tiene los huesos puntiagudos...! Sus muñecas son más
grandes que las mías. Recuerdo que cuando me dio la mano,
sentí en la mía el contacto de la rugosa piel de su palma.
Después de comer, aprovechando un momento en que
nos dejaron solos, se lo dije a mi marido. Éste me explicó que
aquella rugosidad era debida a cierto juego llamado tenis,
que las mujeres extranjeras acostumbran a practicar, incluso
con los hombres..., ¡supongo que para divertirles! ¡Estas
mujeres extranjeras tienen una curiosa manera de gustar a los
hombres!
¡Y tienen unos pies...! ¡Cinco centímetros más largos que
87
los de mi hermano! Por lo menos así parecen... ¡Me imagino
que debe de ser una cosa muy embarazosa tener unos pies
así!
En cuanto a mi hermano, se viste a la manera
occidental y se mueve con rapidez, víctima de una perpetua
inquietud. La verdad, no comprendo muchos de sus gestos.
Por más que le miro, no reconozco en él al muchacho
alto, erguido, delgado y alegre que había reconocido, y si no
habla, su rostro tampoco sonríe. No lleva ningún adorno ni
joya; una excepción tan sólo: el anillo que luce en una de sus
manos. Su palidez se destaca más vivamente por contraste
con el color oscuro de su ceñida vestimenta occidental. Se
sienta a la manera extranjera: cruzando una pierna sobre la
otra. Con mi marido y su esposa, habla, sin esfuerzo alguno,
en el idioma extranjero. Las palabras se siguen con un sonido
semejante al de piedrecillas arrojadas contra una roca.
Está cambiado por completo. Incluso sus ojos no son los
de antes. No los mantiene bajos; al contrario, los planta,
descaradamente, en el rostro de su interlocutor: unos ojos
inquietos, tras los cristales de unas curiosas gafas, con
montura de concha negra, que le hacen más viejo de lo que
es en realidad.
Únicamente sus labios siguen siendo igual que antes.
Son los labios de mi madre, finos y delicados. Hay en
ellos como una sombra del antiguo gesto que hacía cuando
alguien se negaba a satisfacer sus deseos. En aquel vago
detalle reconocí a mi hermano. Por lo demás, en mi casa no
había de chino más que mi hijo y yo. Mi marido y los dos
huéspedes, vestidos con sus trajes exóticos, hablaban un
idioma que ni yo ni mi hijo entendemos...
Los huéspedes se quedarán en casa hasta que mis
padres consientan en recibirles. Tiemblo al pensar en las
censuras de mi madre cuando sepa que acogí a los rebeldes
bajo mi techo. Pero mi marido así lo desea y, además, ¿no se
trata de mi hermano, del hijo de mi madre?
Cuando nos sentamos a la mesa para comer el arroz,
demostró no saber servirse de los palillos. Me hizo reír
furtivamente tras la mano, al ver que los cogía todavía más
torpemente que mi hijo con sus manecitas inexpertas. Los
oprimía, arrugando el entrecejo, con un sincero esfuerzo por
aprender; pero era inútil: no lo lograba; sus manos no estaban
hechas para las cosas delicadas.
88
¡Y su voz! Nunca oí semejante voz de mujer. A nosotras
nos gusta un timbre mórbido y ligero, casi como el agua que
corre entre peñascos, o como el gorjeo del gorrión entre los
juncos. Por el contrario, la extranjera tiene un vozarrón rico de
tonos y, como habla poco, una se siente inducida a
interrumpir sus propias palabras en espera de que abra la
boca. Y, cuando lo hace, sus palabras tienen la sonoridad del
tordo en primavera, cuando el arroz está a punto para ser
segado. Sus palabras fluyen rápidas, dirigidas tan pronto a mi
marido como al suyo. Conmigo no habla: no nos
entendemos. Pero he observado que en dos ocasiones pasó
una fugaz sonrisa por su rostro, iluminando sus ojos como lo
haría un reflejo de plata en una lenta corriente de agua. Creo
haber comprendido. Decía; «¿Vamos a ser amigas?» Nos
miramos, dudosas, y en seguida contesté, sin palabras: «Veré
si llegamos a entendernos... según cómo mires a mi hijo.»
Vestí a éste con la chaquetita de seda encarnada y los
pantaloncitos verdes. En los pies le puse sandalias bordadas
de color guinda, y cubrí su cabeza con el gorrito sin visera,
adornado alrededor con pequeños budas dorados. En el
cuello le puse una cadenita de plata que acabó de darle el
aspecto de un verdadero príncipe. Así vestido, lo mostré a la
extranjera. El pequeñuelo, en pie, sobre sus largas piernecitas,
la miró extrañado. Al decirle yo que se inclinase, juntó las
manos y me obedeció, tambaleándose un poco por el
esfuerzo.
Ella miró sonriendo, y al verle ejecutar la inclinación se
echó a reír con fuerza, elevando una nota que recordaba el
son profundo de una campana; luego, con una exclamación
llena de dulzura, cogió al chiquitín, oprimiéndole contra su
pecho, y le besó con tal entusiasmo que hizo caer su gorrito
con los budas dorados. En seguida me miró por encima de la
pelada cabecita. ¡Qué mirada, hermana! Sus ojos decían:
«¡Quiero tener uno como éste!»
Sonreí y dije:
Seremos amigas.
Ahora comprendo por qué la quiere mi hermano.
Han pasado quince días de su llegada y todavía no se
han presentado a mis padres. Mi marido y mi hermano
discutieron largo rato en lengua extranjera. Los dos están
confusos: algo deben de haber concertado, algo que yo
ignoro. Pero, cualquiera que sea su decisión, se ve que
89
coinciden en la conveniencia de obrar prudentemente.
Mientras tanto, yo no pierdo de vista a la extranjera. Si
me preguntases, hermana, lo que pienso, te diría que no lo sé.
Ciertamente, no es como nuestras mujeres. Todos sus
modales son desenvueltos y llenos de gracia. Sus ojos buscan,
sin timidez, los de mi hermano, presta oído a las
conversaciones de los hombres, e interviene con rápida
charla. Entonces, todos se echan a reír. La cuarta dama diría
que la extranjera está acostumbrada a tratar a los hombres.
Sin embargo, hay una diferencia. Me parece que, en el
fondo, la cuarta dama tenía miedo de los hombres, a pesar
de su descocada belleza. Pensando en esto, me convenzo
de que su miedo deriva de la íntima convicción, bien
presente incluso en la más dichosa época de su belleza, que
el día en que su hermosura empezase a declinar, no le
quedaría nada con que atraer el corazón de los hombres.
Muy distinta es, por el contrario, la conducta de la
extranjera, que, desde luego, no es tan guapa como la
cuarta dama y, sin embargo, no parece preocuparse por eso.
El interés que los hombres le demuestran, ella lo
considera como un tributo debido. No adopta atavíos
seductores; al contrario, parece decir: «Heme aquí tal como
soy, y no pretendo aparecer distinta de la realidad.»
Me parece orgullosa, o, por lo menos, indiferente de una
manera extraña al trastorno que ha causado en el seno de
nuestra familia. Se pasa el tiempo jugando con mi hijo, o
abismada en la lectura trajo consigo varias cajas de libros
, o escribiendo cartas. ¡Y qué cartas! Una vez miré la hoja
por encima de su hombro y vi que la página estaba cubierta
de grandes signos unidos los unos a los otros. ¡Incomprensibles!
Más que cualquier otra cosa, prefiere soñar, sentada en
el jardín, donde se entretiene, además, bordando.
Una mañana, muy temprano, salió con mi hermano y no
volvieron hasta el mediodía. Al igual que mi hermano, estaba
cubierta de polvo y barro. Estupefacta, pregunté a mi
hermano a dónde habían ido para volver en semejante
estado.
Me contestó:
Hemos ido a hacer lo que los occidentales llaman una
excursión.
Le rogué que se explicase.
Una excursión es una larga y rápida caminata hacia
90
cualquier lugar alejado. Hoy hemos llegado hasta la Montaña
Violeta.
¿Y qué placer hay en eso? Para ellos, es muy divertido.
¡Qué cosa tan rara! Entre nosotros, hasta una mujer del
pueblo juzgaría estúpida una caminata semejante.
Mi hermano, a quien hice esta observación, me dijo por
toda contestación:
La manera de vivir en el país donde mi esposa nació ha
sido siempre libre. Tras las altas paredes de nuestros patios se
siente un poco como una prisionera.
Mi asombro no conocía límites. Hasta entonces creí que
la vida que mi marido y yo hacíamos era independiente. Las
paredes que rodean los jardines sirven, tan sólo, para impedir
las miradas curiosas: ¡tendría gracia que cualquier campesino
o mercader pudiese espiar el interior de nuestra casa!
Inconscientemente, pensé:
«Si la extranjera tiene esas ideas, ¿cómo hace para vivir
en el jardín?»
Pero me callé.
Hay que ver con qué despreocupación demuestra su
amor por mi hermano. Ayer noche, por ejemplo, estábamos
todos sentados en el jardín, para disfrutar un poco del fresco
de la noche. Me había sentado en el sitio de costumbre, en el
taburete de porcelana, un poco alejada de los hombres, y
ella, a mi lado, subida en el parapeto de piedras que rodea
la terraza. Sonriendo un poco, como es su costumbre cuando
estamos juntas, me señalaba un objeto tras otro, en la
sombra, preguntándome su nombre, que luego repetía. Tiene
una memoria feliz; cuando oye un nombre no lo olvida
nunca. Repetía varias veces cada sílaba, como si gozase con
la entonación, y reía un poco cuando, tímidamente, la
corregía. Así pasamos el tiempo, distraídas, mientras los dos
hombres hablaban entre sí.
Pero cuando la sombra se convirtió en oscuridad, y se
hizo imposible distinguir las flores y las piedras, la joven
enmudeció, inquieta, volvió los ojos hacia mi hermano y, por
último, levantóse con un movimiento brusco y se acercó a él,
con pasos elásticos, que en la oscuridad hacían oscilar su
falda blanca y vaporosa.
Rió, dijo algo en voz baja, detúvose al lado de mi
hermano y le cogió la mano con desenvoltura. Volví los ojos
en otra dirección.
91
Cuando volví a mirarles, simulando interesarme en la
dirección del viento, vi que la extranjera se había sentado,
hecha un ovillo, en los mosaicos de la terraza y,
desvergonzadamente, apoyaba su mejilla en la mano de mi
hermano.
En aquel momento le compadecí. ¡Lo avergonzado que
debía de estar de tener una mujer así! Estaba oscuro y no
podía ver su rostro, pero todos guardábamos silencio; en el
jardín no se oía más que el suave zumbido de los nocturnos
insectos estivales. Levantándome, me retiré.
Cuando, instantes más tarde, mi hermano vino a
desearme las buenas noches, le dije:
¡Esa extranjera es una desvergonzada! Él rió.
¡No, mujer; lo que ocurre es que tú eres una muñeca de
porcelana!
Indignada, exclamé:
¿Quieres, acaso, que te coja la mano ante los ojos de todo
el mundo?
Él me miró y volvió a reír.
¡No, porque si lo hicieras serías verdaderamente
desvergonzada!
Recuerdo que aquello me sorprendió mucho. Pero por
más que reflexiono no logro encontrar maldad en la
extranjera. Cuando ella demuestra su amor por mi hermano lo
hace con la sencillez de un niño; no hay nada de equívoco ni
oculto. Nuestras mujeres no son así.
Es como la flor del naranjo silvestre, pura y picante, pero
sin fragancia.
Por fin han decidido la norma de conducta que
seguirán. La extranjera se vestirá como las mujeres chinas, y,
con mi hermano, se presentará ante la honorable anciana,
luego que mi hermano le haya enseñado a hacer la
reverencia. Yo precederé a la pareja y presentaré a las dos
mujeres.
Por la noche, pensando en la misión que me ha sido
encomendada, no logro dormir; tengo los labios secos, y
cuando intento mojarlos, no puedo, porque tengo la boca
completamente áspera. Mi marido intentó darme valor con
bromas y palabras de ánimo, pero, al dejarme sola, me entra
miedo otra vez. ¡Voy a ponerme abiertamente en contra de
mi madre, yo, que nunca he discutido su voluntad!
¿De dónde sacaré el valor para hacerlo? Soy la tímida
92
criatura de siempre y, abandonada a mí misma, no vería más
que mal en lo que hago. Incluso en una embarazosa
situación como la presente voy hasta el fondo del corazón
maternal; y diría que, según las antiguas costumbres de
nuestra raza, tiene razón.
Es mi marido quien me ha cambiado; por primera vez
me atreveré a hablar en pro del amor y contra mis padres.
Pero tiemblo al pensarlo.
La única de nosotros que conserva su tranquilidad es la
extranjera.
CAPÍTULO XV
Hoy, hermana, me siento cansada, casi debilitada,
como si en mi corazón se hubiese aflojado, de pronto, una
cuerda de arpa que se mantuvo tensa durante muchos días,
y de ella hubiera huido la música.
¡Pasó la hora terrible!
No te diré en seguida cómo. Prefiero contar las cosas
ordenadamente, para que puedas juzgar por ti misma. En
cuanto a mí... Escucha.
El mensajero enviado para solicitar el permiso a nuestros
padres, autorizándonos a visitarles al día siguiente a la hora
del mediodía, volvió con la contestación de que papá había
salido para Tien-Tsin tan pronto le informaron de la llegada de
mi hermano. El acostumbrado sistema: evitar siempre una
decisión. En ausencia del cabeza de familia, nuestra madre
nos informaba que estaba dispuesta a recibirnos a mi
hermano y a mí. De la extranjera no dijo nada.
Pero mi hermano exclamó:
¡Si yo voy, mi esposa irá conmigo!
Al día siguiente, tal como fue convenido, precedí a los
esposos, y me presenté, acompañada por una sirvienta, con
los presentes de mi hermano, escogidos en países extranjeros:
cosas curiosas y bonitas que raramente vemos aquí. Un
pequeño reloj dorado, encerrado en el vientre de un niño,
también dorado, de más de quince centímetros de alto;
luego, una máquina que hablaba al darle cuerda con una
manivela; luego, un reloj de pulsera, rodeado de perlas; por
último, una lámpara que se encendía sin necesidad de fuego
93
y permanecía encendida durante tiempo indefinido, así
como un abanico de plumas de avestruz blancas como un
puñado de flores de peral.
Con aquellos regalos me presenté ante mi madre. Ésta
me había comunicado que me recibiría en la sala de
huéspedes. En efecto. Allí la encontré, sentada en un sillón de
macizo y oscuro ébano, a la derecha de la mesa, bajo el
retrato del emperador Ming. Llevaba una blusa negra de
brocado y en los cabellos lucía collares de oro; en su mano
mostraba muchos anillos preciosos, con rubíes y topacios, que
son las piedras apropiadas a la dignidad de las ancianas.
Vista en aquella especie de trono, apoyada en su largo
bastón de ébano y plata, me pareció más majestuosa y
severa que nunca.
Pero la conocía bien, y escudriñándole el rostro para
cerciorarme de su estado de salud, el corazón me dio un
vuelco. Sobre el negro de la blusa se destacaba con toda
nitidez la diáfana delgadez de su rostro, descarnado hasta el
punto de que sus labios habían adquirido el pliegue y la
adherencia de la muerte. Sus ojos se habían agrandado y
hundido, como suele ocurrir a los enfermos para los que no
hay esperanza. Cuando movió las manos oí tintinear los
anillos, demasiado grandes. Me quemaba el deseo de
preguntarle cómo se encontraba, pero sabía que eso la
enfadaría; así es que no me atreví. Se la veía preparada para
la entrevista, haciendo acopio de todas sus fuerzas, que
buena falta le hacían.
Por eso, cuando me recibió sin una palabra, le ofrecí los
presentes en silencio, tomándolos, uno tras otro, de manos de
la sierva. Los acogió con un movimiento grave de la cabeza,
pero no los miró, e hizo signo a otra sirvienta, que esperaba
órdenes a cierta distancia, de que los llevase a otra
habitación. Animada por la aceptación rechazarlos
hubiera sido, en el lenguaje de las mujeres, la repudiación de
mi hermano , dije:
Mi muy honorable madre, mi hermano está aquí y espera
que os dignéis recibirle.
Eso me han comunicado contestó ella fríamente.
Ha traído consigo a la extranjera... me atreví a decir, casi
sin aliento, convencida de que sería mejor decir cuanto antes
lo más desagradable.
Guardó silencio; su rostro era inescrutable.
94
¿Pueden acercarse? inquirí, no sabiendo decir otra cosa
que lo ya estudiado de antemano.
Que vengan contestó ella, con inconmovible frialdad.
Dudé, sin saber a qué carta atenerme. La extranjera
estaba allí, casi en el umbral de la puerta... Me acerqué a la
cortina, levantándola, y referí a mi hermano las palabras de
mamá, aconsejándole que se presentase primero solo.
Su rostro ensombrecióse como de costumbre cuando se
le contraría, y cruzó unas palabras con su esposa en idioma
extranjero. Ella frunció el entrecejo, se encogió de hombros y
esperó con perfecta y despreocupada calma. Pero mi
hermano, con brusca decisión, la cogió de la mano y, antes
de que pudiera evitarlo, entró con ella en la sala.
Era verdaderamente curioso ver aquella extraña figura
de mujer en la sala de nuestros antepasados. ¡Era la primera
sangre extranjera que trasponía el umbral! Como hipnotizada
por la escena, me quedé agarrada a la cortina, con los ojos
fijos en la esposa de mi hermano, olvidando a mi madre por
un instante.
Me dije que la decisión de mi hermano de no entrar solo,
haría desaparecer de pronto el deseo maternal de volver a
verle; pero la escena que se desarrollaba ante mis ojos no
perdía interés.
Obedeciendo al deseo de mi hermano, la extranjera
había sido vestida a la manera del país: una chaquetilla de
seda azul oscura, gruesa y muy pesada, ligeramente bordada
de plata. La falda era de raso negro sin adornos. La única
nota lujosa eran dos grandes pliegues verticales obtenidos por
la riqueza de la tela. Calzaba sandalias de terciopelo negro,
sin bordados. Contrastando con el color oscuro de sus
vestidos, la piel aparecía blanca y luminosa como las perlas a
la luz de la luna, y sus cabellos parecían una llama dorada.
Los ojos eran azules como un cielo tempestuoso, los
labios tenían un pliegue algo desdeñoso. Entró directamente
y altanera, llevando la cabeza un poco echada hacia atrás,
y sostuvo, intrépida, la mirada de mi madre, con ojos
tranquilos, sin sonreír.
Me cubrí la boca con la mano para reprimir un grito.
¿Cómo pudo mi hermano descuidar de aleccionarla que
donde hay una anciana se debe entrar con los ojos bajos? En
aquellos instantes compadecí amargamente a mi hermano
por tener una esposa tan torpe. Me parecía asistir al
95
encuentro de una princesa con la reina madre.
Por las miradas que se cruzaron, inmediatamente
comprendí que la extranjera y mi madre eran enemigas.
Mamá volvió los ojos con altanería hacia otro sitio,
mirando al vacío por la entreabierta cortina. La extranjera dijo
algo a mi hermano con voz indiferente. Más tarde supe que le
preguntó:
¿He de arrodillarme?
Él asintió con la cabeza y ambos se arrodillaron.
Mi hermano dijo:
Anciana y venerable madre: Yo, vuestro hijo indigno, he
vuelto de los países extranjeros a la amorosa presencia de mis
padres, obedeciendo a vuestra orden. Me alegró el pensar
que habéis juzgado oportuno el aceptar nuestros miserables
presentes. Digo «nuestros» porque me acompaña mi esposa,
de quien os hablé en la carta que os escribí por mediación de
mi amigo más íntimo. Viene en calidad de nuera de mi
madre. En sus venas corre sangre extranjera, pero a instancias
suyas os informo, honorable madre, de que su corazón
tornóse chino al convertirse en mi mujer. Por su libre y
espontánea elección adopta los usos y costumbres de
nuestra familia y nuestra raza. Sus hijos pertenecerán, en
cuerpo y alma, a nuestra celestial Nación, ciudadanos de la
resplandeciente República, herederos del Imperio del Centro.
Y así manifiesta su respeto.
Volvióse a la extranjera, que esperaba tranquilamente y
le hizo un signo. Obedeciendo, ella se inclinó con
sorprendente dignidad, a los pies de mi madre, hasta tocar el
suelo con la frente. Repitió el ademán por tres veces, y a éstas
sucedieron otras tres, ejecutadas al unísono con mi hermano.
A continuación se pusieron en pie, esperando a que mi
madre hablase.
Pero ésta guardó silencio. Estaba como absorta en la
contemplación del espacio vacío del patio, sin ceder en lo
más mínimo de su altanera actitud. Comprendí que, en
realidad, estaba agitada por la osadía de mi hermano, que la
había desobedecido, presentándose ante ella en compañía
de la extranjera, a pesar de su orden expresa. Vi una mancha
roja colorear sus mejillas, un músculo de su fina piel temblaba.
Pero no dio ningún otro signo exterior de emoción. Siguió
sentada, con las manos cruzadas sobre el pomo de su
bastón, la mirada impasible; y los dos, ante ella, esperaban en
96
silencio, en la atmósfera de la sala, que de pronto pareció
pesada y deprimente.
Inopinadamente, algo turbó la desdeñosa severidad del
rostro de mi madre. Sus mejillas, ligeramente coloreadas,
palidecieron bruscamente. Una mano cayó inerte en su
regazo, su mirada perdió intensidad, como vencida por el
cansancio... Vi que se encogía, haciéndose pequeña en el
asiento. Luego dijo, vivamente, como si estuviese a punto de
perder el conocimiento:
Hijo mío..., bien venido eres a tu casa. Te hablaré más
tarde. Ahora, vete.
Mi hermano levantó los ojos y escudriñó su rostro. Era un
observador menos agudo que yo, pero no dejó de
comprender que algo había sucedido. Me miró, dudando,
haciendo un gesto como si quisiera protestar. Muy inquieta, le
indiqué con la cabeza que no hiciese nada. Él dijo algo a la
extranjera; inclináronse y salieron.
Me precipité hacia mi madre, pero me detuvo con un
gesto. Hubiera querido pedirle perdón, pero su actitud
hermética me impedía hablar. Parecía extenuada;
comprendí que lo mejor sería irme. Por lo tanto, me incliné
lentamente y salí. En el patio me volví, y pude ver cómo
atravesaba la estancia, apoyándose pesadamente en dos
esclavas.
Entristecida, volví a casa. Por más que pienso, no adivino
lo que pasará mañana.
Mi hermano y la extranjera salieron a dar un paseo que
les retuvo lejos de casa durante todo el día. Regresaron por la
noche, y no cruzamos una palabra.
CAPÍTULO XVI
¡Has estado mucho tiempo ausente, hermana! ¿Treinta
días? No, más aún; desde nuestro último encuentro, casi
cuarenta pasaron, ¡más de una luna entera! ¿Has hecho
buen viaje? Doy gracias a los dioses por tu feliz regreso.
Sí, mi hijo está bien de salud. Ha aprendido a decirlo
todo, y su parloteo no cesa un instante durante el día, como
la voz de un ruiseñor. ¡Y qué palabras tan dulces, hermana!
Parecen rodar al salir de sus labios, y nosotros todos nos
97
alegramos. Pero si se da cuenta de que nos reímos de él, se
enfada y patalea. ¡Igual que un hombre! Hay que verle
cuando pretende andar como su padre, alargando sus
piernecitas regordetas para no perder terreno.
¿Quieres saber...? ¡Ah, sí! ¿Cómo va el asunto de mi
cuñada? Te contesto con un suspiro. No, no va bien. Mi
hermano y ella siguen esperando. ¡No deciden nada! Mi
hermano se contiene, e, impaciente como los hombres del
Oeste con quienes ha estudiado, insiste en que en nuestro
país el tiempo no tiene valor alguno. Aquí no conocemos la
impaciencia que puede acelerar el curso del tiempo.
Pero te diré que desde la presentación a mi madre
pasaron varios días ocho en espera de alguna noticia,
que no llegó. Al principio, mi hermano tuvo la esperanza que,
de un momento a otro, mi madre les enviaría una embajada,
y no permitió a la extranjera que deshiciera sus maletas.
No vale la pena decía . No tendremos que esperar
más que uno o dos días.
No podía contenerse: reía con estrépito por cualquier
cosa, muy alegre; ahora, por el contrario, se ha vuelto muy
taciturno y sordo a todo lo que se le dice.
Si al principio mi hermano parecía prestar oído,
constantemente, a las voces y sonidos que los demás
ocupantes de la estancia no percibían, ahora, al pasar los
días y darse cuenta de que la esperada noticia no llega, se
ha vuelto áspero e irritable. Ya no ríe, y repasa con la
imaginación todos los detalles de la entrevista con su madre;
eso le hace hablar continuamente tan pronto para reñir a la
extranjera por no haberse mostrado suficientemente sumisa,
como para asegurar que tuvo razón al obrar como lo hizo, y
que en los tiempos actuales es una estupidez inclinarse ante
cualquiera que sea. Al oír este último despropósito no pude
ocultar mi sorpresa.
¿Acaso nuestra madre ya no es nuestra madre, por la
razón de vivir en tiempos modernos?
Pero él no tenía paciencia para escucharme con
calma; se irritaba por cualquier cosa y no quería admitir
razones.
Sin embargo, debo ser justa con la extranjera, que en
verdad no se negó a inclinarse ante mi madre. Lo que yo sé
es que ella dijo:
Si esa es vuestra costumbre, no tengo inconveniente en
98
hacer una reverencia, aunque, la verdad, me parece ridículo
tener que inclinarme ante quien quiera que sea.
Parecía llena de calma, mucho más que mi hermano, y
más confiada en el porvenir. No hacía otra cosa que pensar
en su marido y en la manera de devolverle la felicidad que
parecía haber perdido. A veces, cuando le veía irritado, le
consolaba paseándose con él por el jardín y fuera del recinto.
Así les vi, una vez, desde mi ventana.
Lo que le decía en aquellos coloquios, lo ignoro. Pero sé
con certeza que, después, mi hermano parecía un poco más
tranquilo y calmado, aunque siempre devorado por la fiebre
de la espera.
Pero no siempre consolaba, tal como acabo de decir,
ya que a veces ocurría como una vez tuve ocasión de ver
que ella se encogía de hombros, dejándole solo. Pero, ni
aun entonces le abandonaba por completo. Lo seguía con la
honda mirada, y tan sólo cuando no lograba calmarlo, se
retiraba para abismarse en el estudio de nuestro idioma, o
jugar con mi hijo, a quien quiere muchísimo y habla en una
lengua que el pequeñín no entiende.
También quiso iniciarse en los rudimentos del arpa y en
poco tiempo aprendió de mí lo necesario para acompañar
su canto con nuestro antiguo instrumento nacional. Cuando
canta, su voz es clara y profunda, aunque a nuestros oídos,
acostumbrados a las notas delicadas y agudas, produce el
efecto de ser suavemente ronca. Basta que cante para que
en mi hermano se encienda súbita pasión. No entiendo sus
canciones, pero al oírlas noto un oscuro sentimiento de pena.
Como mi madre sigue sin decir palabra, la extranjera
parece haberla olvidado por completo. Se la diría absorta en
otros pensamientos; sale para dar interminables paseos, sola o
en compañía de mi hermano. Aquellos paseos solitarios me
asombraban. ¿Cómo era posible que mi hermano le
consintiese tanta libertad? Salir sola cuadra muy mal con la
modestia femenina, y él, sin embargo, callaba. Y había que
oírla hablar, cuando volvía de sus paseos, de las calles por
donde había pasado. Se entusiasmaba con ciertas
particularidades a las que otra cualquiera no hubiese
prestado atención, y de bellezas vistas en lugares extraños.
Por ejemplo, un día volvió muy sonriente, como si la
alegrase un íntimo pensamiento. Y cuando mi hermano quiso
conocer el motivo, ella le dijo, según supe más tarde:
99
He visto la belleza de los dones de la tierra. En la granería,
en la calle central, han expuesto en una cestita de mimbre los
granos más cálidamente coloreados... maíz amarillo, judías
encarnadas, guisantes secos de un hermoso color gris,
sésamo de marfil, simientes de soja de un color pálido miel,
trigo rojizo, habichuelas verdes..., imposible no detenerse para
contemplarlos. ¡Qué tarta podría hacer!
No comprendí con exactitud lo que quería decir, pero
ella es así: vive como encerrada en sí misma, y ve bellezas
donde otros no pueden verlas. ¿Quién pensó jamás en una
granería como ella lo hacía? Es cierto que hay cereales de
múltiples colores, pero eso ocurre porque la naturaleza así lo
quiere; no hay, pues, razón de asombrarse, puesto que
siempre fue así. Para nosotros, una tienda de cereales es un
lugar donde compramos cierta mercancía destinada a ser
consumida.
Por el contrario, ella ve las cosas con otros ojos, pero se
abstiene de todo comentario. Prefiere preguntar y hacer
acopio de nuestras contestaciones.
La vida cotidiana junto a ella me ha inspirado un
principio de simpatía. Si la miro, descubro a veces cierta
belleza en sus extraños rasgos y en sus maneras. Sin duda
alguna, es orgullosa a su manera y tiene los modales bruscos y
francos. Por otra parte, mi hermano no siempre es humilde. Lo
más curioso de todo es que mientras no toleraría jamás
semejante actitud en una mujer china, en ella esos modales
le gustan, como si su altivez le diese yo no sé qué punto de
delicioso dolor; y su pasión por ella aumenta. Cuando la ve
demasiado distraída por sus estudios, o por los juegos con mi
hijo da signos de inquietud, la mira furtivamente, luego le
habla y, por último, cuando ella no hace ningún caso de él,
empieza a poner el gesto hosco de su niñez y se acerca a ella
con sumisión, nuevamente vencido. Nunca he visto amor
semejante.
Pero llegó un día creo que fue el vigésimo segundo,
después de comparecer ante mi madre en que ésta llamó
a mi hermano con una carta expresada en términos amables,
que nos llenó a todos de esperanza. En la carta rogaba a mi
hermano que fuese a verla, lo que éste hizo inmediatamente,
dejándome con la extranjera en espera de los
acontecimientos. Su ausencia no duró más que una hora. Le
vimos entrar, dando grandes zancadas, por la puerta central,
100
viniendo al salón donde le esperábamos. Tenía cara de
irritación, y al hablar no hizo otra cosa que repetir una y mil
veces que estaba decidido a separarse para siempre de sus
padres.
Estábamos completamente desconcertadas, y por el
momento no comprendíamos nada de lo que decía. Tan sólo
tras una paciente labor reconstructiva empezamos a tener
una idea aproximada de lo que había ocurrido. Mi hermano
se presentó a mamá lleno de sentimientos de ternura y
deseos de reconciliación. Pero ella se mostró dura, la
conversación fue iniciada con el sentimiento de que mamá
no había cedido un ápice. Empezó haciendo destacar su
precaria salud:
No pasará mucho tiempo antes de que los dioses me
transfieran a otro ciclo de vida dijo.
Él se sintió conmovido.
No diga eso, mamá replicó . ¡Todavía tiene que vivir
muchos años para sus nietecitos!
Apenas pronunció aquellas palabras, arrepintióse de
haberlas proferido.
¿Nietecitos? respondió secamente . ¿Qué otro hijo
puede darme nietecitos si no eres tú? Y la hija de los Li, mi
nuera, sigue esperando...
Después de estas palabras, mi madre guardó silencio,
cortésmente, para exigir a renglón seguido, y sin ambages,
que mi hermano se casase con su prometida lo más pronto
posible para darle un nietecito antes de morir ella. Mi
hermano contestó que ya estaba casado. Con tono irritado,
declaró, entonces, que nunca aceptaría una extranjera por
esposa de su hijo.
Eso fue todo lo que supimos por conducto de mi
hermano. Ignoro qué otras palabras pudieron decirse. Pero
Wang-Da-Ma, la fiel sirvienta, que había escuchado
escondida tras la cortina, me dijo que entre la madre y el hijo
se cruzaron frases excitadas, palabras groseras... «Fue
decía Wang-Da-Ma como una rápida sucesión de truenos
que recorre el cielo.» Mi hermano mostróse paciente hasta el
momento en que mi madre le amenazó con hacer que le
desheredasen. A esto mi hermano contestó con amargura:
¿Acaso cree que los dioses le darán otro hijo, repudiando
al que ya le dieron? ¿ O bien se rebajará usted hasta adoptar
el hijo de una concubina?
101
¡Palabras indignas en los labios de un hijo!
Mi hermano dio fin a la escena saliendo
precipitadamente, echando pestes contra los antepasados
mientras atravesaba los patios. En la habitación de mi madre
hubo un prolongado silencio; luego, Wang-Da-Ma oyó gemir.
Era mi madre, y la sirvienta apresuróse a entrar. Pero mi
madre enmudeció inmediatamente, mordiéndose los labios y
se limitó a pedirle, con voz como un suspiro, que la ayudase a
llegar hasta su cama...
¡Es vergonzoso que mi hermano haya hablado así a
mamá! No tiene excusa. En efecto, creo que hubiera debido
recordar la edad y dignidad de su madre. Pero no piensa más
que en él. ¡Verdaderamente, a veces siento odio por la
extranjera que tiene así, entre sus manos, el corazón de mi
hermano!
Quise correr a ver a mi madre, pero mi esposo me
disuadió:
Es mejor dijo esperar a que te llame. Si fueras por tu
propia iniciativa parecería una actitud contraria a tu
hermano; y eso, precisamente ahora que come nuestro arroz,
parecería descortés.
No me quedaba, pues, más remedio que tener
paciencia: ¡y bien saben los dioses que la paciencia es un
mísero consuelo para mi corazón ansioso, hermana!
Ayer, la señora Liú vino a visitarnos. Me alegré de verla. El
día había sido gris. Continuábamos deprimidos por los
acontecimientos del día anterior, el de la tempestuosa
conversación entre madre e hijo. Éste se había encerrado en
su habitación, mudo, la mirada obstinadamente vuelta hacia
la ventana. Intentó distraerse con un libro, pero se cansó
pronto, cogió otro y luego otro, pero fue inútil. La extranjera,
por su parte, viendo que era inútil intentar consolarle,
encerróse en sus propios libros. Por mi parte, había tomado la
decisión de no acercarme a ellos, y a ese objeto me ocupé
exclusivamente de mi hijo. La opresión que reinaba en casa
era tan fuerte que ni el regreso de mi marido para el arroz del
mediodía logró serenar a mi hermano y sacar a la extranjera
de su mutismo. Por eso, la llegada de la señora Liú fue como
un soplo de aire fresco en el inerte calor de un día estival.
La esposa de mi hermano estaba sentada,
meditabunda, con el libro abandonado sobre su regazo. Al
ver aparecer a Liú, la miró un poco sorprendida. Desde el
102
asunto de mi madre, nadie había venido a visitarnos. Nuestros
amigos conocían el disgusto y, por delicadeza, se abstenían
de acudir; ni nosotros les habíamos invitado, ya que no
sabíamos cómo presentar a la extranjera. En efecto, yo la
llamo esposa de mi hermano por atención a él, pero,
legalmente, no es tal, ni lo será mientras mis padres se
nieguen a reconocerla.
Pero la señora Liú no se mostró azorada en lo más
mínimo. Como si tal cosa, cogió la mano de la extranjera y le
espetó un discurso que no comprendí: hablaban en inglés.
Ambas reían de vez en cuando. Me sentí estupefacta;
parecía como si la extranjera se hubiese reanimado
súbitamente. La observé con atención, pensando que debía
de tener un carácter curiosamente voluble. Reflexionándolo
bien, hay en ella dos personas..., una silenciosa, retraída, y la
otra alegre; pero una alegría demasiado intensa para ser
verdadera alegría. En cuanto a Liú, me chocó por su
desenvoltura, como si no se diese cuenta de nuestra enojosa
situación. Cuando se levantó para irse me estrechó la mano,
diciendo en nuestro idioma:
Lo siento. Son unos momentos difíciles para todos.
Se volvió y dijo algo a la otra. Aquello hizo fluir las
lágrimas a sus ojos. Las tres nos miramos entristecidas. De
pronto, la extranjera se puso en pie y salió rápidamente de la
habitación. Liú la siguió con los ojos y dijo, compasiva:
Es triste para todos. Luego preguntó : ¿Se quieren?
Puesto que es franca con mi marido, contesté:
Mucho, pero eso mata a mi madre. Ya sabe usted que la
pobre está muy delicada, incluso cuando se encuentra bien,
pero es tanta su edad...
La señora Liú suspiró, agitando la cabeza:
Lo sé. Días difíciles para los viejos. Entre los ancianos y los
jóvenes ya no existe posibilidad alguna de comprensión;
están separados, como un afilado cuchillo separa la rama del
tronco.
Es un absurdo murmuré.
No es absurdo - contestó . Es la fatalidad. Y nada hay
en el mundo tan triste como eso.
Mientras esperábamos, sin hacer nada, la señal que nos
ayudaría a regular nuestra conducta, no logré olvidar a
mamá. No hacía más que pensar en las palabras de la
señora Liú a propósito de los ásperos tiempos que corrían
103
para los ancianos. Para consolarme, me dije:
«Mi hijo podría visitar a los padres de mi marido.»
Sentía mi corazón enternecido por todos los viejos. Ellos
también son viejos y están delicados de salud. Cogí al nene y
lo vestí con su larga chaquetilla de raso, parecida a la que
llevaba su padre. En la cabeza le puse un sombrerito
semejante al que lucen los hombres, de terciopelo negro, con
una borla encarnada. Se lo habíamos comprado el día de su
cumpleaños y le sentaba muy bien. Con un pincel
empapado en color rojo le retoqué la barbilla, las mejillas y la
frente. Así arreglado, el pequeñín estaba tan guapo que
llegué a temer que los dioses le considerasen demasiado
hermoso para ser humano, y se sintiesen inducidos a destruirlo.
Incluso la abuela paterna pensó lo mismo que yo.
Cuando vio al niño, lo levantó entre sus brazos, estrechándolo
contra sus hinchadas mejillas, que temblaban de alegría. No
cesó de husmear su fragante cuerpecito, repitiendo con una
especie de éxtasis:
¡Encanto mío, hijo de mi hijo!
Estaba tan conmovida que me reproché no llevárselo
con mayor frecuencia. Es verdad que no se quejaba por la
decisión que tomamos de quedárnoslo..., una iniciativa que
podía ser añadida a las que Liú mencionó. Sentí piedad por la
abuela, que envejecía sin tener el consuelo de su nietecito
cerca de ella. Asistía, sonriente, a sus efusiones, cuando de
pronto vi que ponía las manos en las mejillas del crío y
ladeaba la cabeza a derecha e izquierda, diciendo
rápidamente:
Pero ¿qué veo? ¡No has hecho nada para protegerlo
contra los dioses! ¡Vaya un descuido! Luego, volviéndose a
la esclava, exclamó : Tráeme un anillo y una aguja.
Anteriormente había pensado en perforarle la oreja
izquierda para colgarle un pendiente que engañase a los
dioses, haciéndoles creer que se trataba de una niña, tal
como aconseja una antigua costumbre para proteger al hijo
único de una muerte prematura. Pero tú sabes, hermana, lo
tiernecitas que son sus carnes. En aquellos instantes, aunque
no me atrevía a dudar de la sabiduría de mi suegra, sentí que
los pelos se me ponían de punta al pensar en el dolor que mi
hijo tendría que pasar.
Pero cuando la abuela tocó el lóbulo de la oreja del
pequeñín con la aguja, éste empezó a gritar, poniendo ojos
104
de susto, y haciendo pucheros para llorar. La abuela, al verle
aterrorizado, arrepintióse de su idea y murmuró palabras de
consuelo, enviando por un hilito de seda encarnada, al que
ató el pendiente, suspendiéndolo luego a la oreja del bebé;
así evitó tener que perforarle el lóbulo. El nene sonrió, y su
sonrisa conquistó nuestros corazones.
Esta visita me hizo comprender, con mayor exactitud
todavía, el dolor de mi madre. El verdadero fruto de su vida
era aquel nietecito que no había nacido todavía. Pero me
sentí dichosa por haber alegrado el corazón de la abuela
paterna, y me pareció sentir menos dolor por la suerte de los
ancianos.
Mi filial pensamiento de llevar ayer al niño a casa de la
abuelita alegró a los dioses, ya que esta mañana llegó una
carta de mamá. Estaba dirigida a mi hermano. No hablaba
de la reciente escena; únicamente le ordenaba instalarse
bajo el techo paterno, afirmando no aceptar ninguna
responsabilidad en lo que a la extranjera concernía. Ésta era
una cuestión demasiado grave para que ella pudiese decidir;
esa responsabilidad recaía en nuestro padre, el cabeza de
familia. Mientras tanto, nada se oponía a que mi hermano
condujese a la extranjera al domicilio paterno, instalándose
con ella en el patio exterior, ya que aquí concluía la carta
no sería oportuno poner a la extranjera en contacto
directo con las concubinas y los niños.
El cambio de actitud en mi madre nos asombró a todos,
haciendo renacer la esperanza en mi hermano.
¡Lo sabía, lo sabía! no se cansaba de repetir . ¡Estaba i
seguro de que cedería! ¡Al fin y al cabo, yo soy su hijo único!
Le hice observar que mamá no había aceptado a la
extranjera, pero no me hizo caso.
¡Una vez haya traspuesto el umbral de la casa, ya veremos!
No quise desanimarle y me callé. Pero en lo íntimo de mi
corazón me decía que nosotras, las mujeres chinas, no
aprenderíamos a querer fácilmente lo que no es nuestro. Por
eso, lo más probable sería que tuviesen siempre presente a la
hija de los Li, en espera de que se consumase el matrimonio.
Hice varias preguntas discretas al mensajero, y éste me
dijo que el día anterior mi madre se había sentido muy
enferma; tan mal se puso que temió morir. Llamaron a los
sacerdotes y fueron recitadas las plegarias del caso; eso hizo
que, por último, se sintiese un poco mejor. Por la mañana se
105
reanimó milagrosamente, tanto es así que tuvo fuerzas para
escribir de su puño y letra la carta que habíamos recibido.
Inmediatamente comprendí lo que había pasado. Mi
madre se vio próxima a morir, y temiendo que su hijo no
volviese a casa, faltando así a sus deberes, había hecho
promesa de llamarle para que los dioses le conservaran la
vida. Aquello era una gran humillación para ella, y pensarlo
me apenaba. Comprendí que debía ir en seguida a verla, y
me hubiese puesto en camino de no haberme retenido mi
esposo.
¡Espera! Sus fuerzas apenas serán suficientes para una sola
cosa a la vez . Para los que se sienten debilitados por la
enfermedad, hasta la simpatía de los demás se convierte en
carga.
Tuve que dominarme y ayudar a la esposa de mi
hermano en la tarea de hacer sus maletas. Si le hubiese
podido hablar libremente, en nuestro idioma, le hubiese
dicho:
«Recuerda que mi madre es vieja y está enferma..., y
que le han quitado su único bien...»
Pero nada podía decirle... Nuestras conversaciones eran
fragmentarias, y nos entendíamos con mucha dificultad.
Mi hermano y su mujer se han trasladado hoy a la casa
de los antepasados, donde les han sido preparadas unas
habitaciones en los mejores aposentos donde vivía mi
hermano durante su infancia. A la extranjera se le ha
prohibido entrar y comer en los departamentos de las
mujeres. Esto significa que mi madre sigue negándose a
reconocerla.
Me alegro de encontrarme otra vez sola con mi marido
y el nene. Sin embargo, mi hermano y la extranjera han
dejado un vacío como si un poco de vida se hubiese ido de
nuestra casa. Como cuando cesa el viento del Oeste,
dejando tras él una calma, en la que hay barruntos de
muerte. Pienso en los dos ausentes y me los imagino solos en
la antigua casa de los antepasados.
Ayer dije a mi marido: ¿Cómo acabará todo esto?
Movió dubitativamente la cabeza.
Que los viejos y los jóvenes vivan juntos, es como hacer
chocar el hierro y la piedra de fuego. ¿Quién puede decir
cuál de los dos vencerá?
¿Y qué ocurrirá?
106
Preveo el chispazo contestó gravemente . Me da
lástima tu hermano. Nada más difícil que vivir entre dos
mujeres, una joven y otra vieja, entre las dos alternativamente
y teniendo que ser amable con ambas.
Sentóse el niño en las rodillas y le contempló pensativo.
No pude adivinar sus pensamientos. En un momento
dado, el pequeño apartó un poco los cabellos que cubrían su
oreja, orgulloso de enseñar el amuleto que su abuelita le
había suspendido.
¡Mira, papá!
De pronto, olvidamos a mi hermano y a su esposa. Mi
marido me miró con ojos de sospecha, llenos de reproches:
¿Qué significa esto, Kwei-lan?
Tu madre quiso... balbuceé . Yo no me atreví a...
¡Tonterías! exclamó . ¡Lo primero que debemos
procurar es que no metan en la cabeza de la pobre criatura
esas estúpidas supersticiones!
Extrajo una navajita del bolsillo y cortó el hilo de seda
que sostenía el pendiente. Cuando tuvo el amuleto en la
mano, acercóse a la ventana y lo tiró al jardín. El pequeño
hizo pucheros, pero mi marido le dijo, riendo:
¡Sé un hombre como tu padre! ¿Acaso llevo yo joyas como
las mujeres? ¡Seamos hombres que no temen a los dioses!
El pequeño sonrió.
Pero, por la noche, recordando esa escena, cierto
temor se apoderó de mí. ¿Sería posible que los viejos estén
siempre equivocados? ¿Y si los dioses existiesen en realidad?
¡ Ah, cómo comprendo el corazón de mi madre!
CAPÍTULO XVII
Durante veinte días me abstuve de visitar a mi madre.
Me sentía cansada e indispuesta, y pensar en mamá y
mi hermano aumentaba aún más la confusión de mi cerebro.
No podía pensar en mi marido sin que surgiese la
imagen de mi hermano, y cuando cogía al nene entre mis
brazos, evocaba inmediatamente a mi madre.
Pero presentarme a ella sin haber sido llamada, en las
circunstancias que atravesábamos, me hubiese resultado
sumamente embarazoso. ¿Cómo justificar mi visita? En las
107
interminables horas de soledad, pasadas en el silencio de mi
casa tú sabes que el padre de mi hijo trabaja todo el día
hasta el anochecer , mi fantasía desbordábase. ¿Cómo
debía pasar la extranjera aquellos días tan largos? ¿Se habría
presentado a mi madre? Y ésta, ¿le habría dirigido la
palabra? Desde luego, no ignoraba que las esclavas y
concubinas hacían comentarios. ¡Cuántas miradas furtivas en
los rincones! La servidumbre debía de echar mano de
cualquier pretexto para entrar a ver a la extranjera. En la
cocina no se hablará más que de ella, de sus maneras, de su
aspecto, de su conducta, de su modo de hablar, y de todos
los discursos hasta de eso estaba segura acabarían con
lamentaciones por haber dado hospitalidad en la casa a una
extranjera, intercalando expresiones penadas por la hija de
los Li.
Por último, mi hermano dio señales de vida. Una
mañana estaba yo ocupada en bordar un par de
sandalias para mi hijo, pues ya sabes que dentro de siete días
es la fiesta de la Luminosa Primavera la puerta se abrió de
pronto y apareció mi hermano sin hacerse anunciar. Llevaba
la vestimenta china, y desde que volvió a la patria, nunca le
vi tan parecido a los días de su adolescencia. La expresión
grave de su rostro era la única diferencia. Se sentó sin
saludarme, y empezó a hablar como si prosiguiese una
conversación interrumpida horas antes.
¿Te haces cargo, Kwei-lan? Mamá está muy débil, creo
que la enfermedad la mina poco a poco. Tan sólo sobrevive
su voluntad, fuerte como siempre. Por orden suya, mi esposa
tiene que vivir en el patio, como una mujer china; y como mi
herencia depende de que observemos esta orden,
procuramos obedecer lo mejor posible. ¡Pero es muy duro...!
¡Ven a visitarnos con el pequeño!
Levantóse y empezó a recorrer la estancia a grandes
zancadas. Al verle tan agitado prometí ir a verles.
Aquella misma tarde, fiel a mi palabra, fui a casa de
mamá, con la intención de aprovechar mi paso por los patios
para ver a la esposa de mi hermano. Sin embargo, comprendí
que nunca me atrevería a demostrar abiertamente a mi
madre que iba también por la extranjera. Así, pues, me dije
que haría caso omiso de ésta, a menos que me ofreciese sus
habitaciones.
Sin detenerme en los patios, fui directamente a la estancia de
108
mi madre. Mientras atravesaba el patio de las mujeres,
observé que la segunda dama me hacía señas de que me
acercase desde el umbral del portón de la Luna, oculta a
medias por una planta de oleandro. Me limité a hacer un
movimiento con la cabeza y pasé de largo, pidiendo
inmediatamente audiencia a mi madre.
Luego de los saludos rituales, hablamos de mi hijo. Después,
haciendo acopio de valor, la miré cara a cara. A pesar de lo
que dijo mi hermano, me pareció más bien mejorada, por lo
menos no tan enferma como me había imaginado. Por lo
tanto, me abstuve de preguntarle cómo se encontraba, pues
sabía a ciencia cierta que aquella clase de preguntas la
irritaba, aunque su contestación era siempre cortés. Así, pues,
me limité a preguntar:
¿Cómo está su hijo, mi hermano? ¿Ha cambiado mucho
durante los años que pasó lejos?
Inmediatamente enarcó las cejas.
A decir verdad, no he tratado con él ninguna cuestión de
importancia. La concerniente a su casamiento con la hija de
los Li, no podrá ser resuelta hasta que tu padre regrese. En
cuanto a mi orden, tan pronto puso los pies en esta casa, de
vestirse como todo el mundo, fue estrictamente observada,
por lo que deduzco que, poco a poco, se aviene a razones.
La verdad, no era muy agradable ver a mi hijo llevando los
pantalones de un aguador.
Puesto que ella misma había mencionado el
casamiento de mi hermano, pregunté, con fingida
indiferencia, a la vez que comparaba una muestra de tela
con la seda de mi vestido:
¿Y qué le parece la extranjera de ojos azules?
Noté que mi madre se envaraba. Tosió y, luego, dijo, con
voz indiferente:
No sé nada de ella. Una vez tan sólo, accediendo a las
súplicas de tu hermano para que le permitiese presentármela,
la mandé llamar para que me preparase el té. Pero no pude
aguantar la expresión bárbara de su rostro y sus manos
inexpertas. Es evidente que no sirve para nada, es torpe, y se
nota que ignora, incluso, los rudimentos de la galantería para
con las personas de edad. Me cansé. Siento indignación
cuando trato de olvidar, diciéndome que mi hijo está de
nuevo bajo el techo de sus antepasados.
Me extrañó que mi hermano no me hubiese dicho nada
109
de aquello. Con increíble atrevimiento, pregunté:
¿Puedo invitar a la extranjera a mi pobre casa...? Puesto
que aquí la tratan como a una extraña...
Mi madre contestó fríamente:
¿No has hecho bastante todavía? Mientras viva bajo mi
techo no le permitiré que trasponga el gran portón; así
aprenderá la reserva conveniente a una gran dama que
pretende vivir entre estas paredes. No me importa que toda
la ciudad hable de nosotros. La extranjera no conoce ni
reglas ni disciplina; necesita aprenderlas. ¡Y no me hables más
de ella!
El resto de nuestra conversación la dedicamos a asuntos
corrientes. Observé muy bien que mi madre únicamente
deseaba hablar de los asuntillos y chismes cotidianos, tales
como la salazón de verduras por la servidumbre, el aumento
del precio de las telas para vestidos infantiles, de los
crisantemos que estaban plantando en el jardín para que
floreciesen en otoño. No me quedaba, pues, más que saludar
e irme. Me dirigía hacia la salida, atravesando los portales
interiores, cuando compareció mi hermano. Se había
acercado a la gran puerta, según me dijo, porque tenía algo
que decir al guardián. Pero me di cuenta de que no era más
que un pretexto y que, en realidad, fue a la puerta para
esperarme. Me acerqué a él, y al mirarle fijamente observé
que la expresión decidida que le convenía en un extraño
para mí había desaparecido. Al contrario, parecía confuso y
ansioso; esto, unido a la vestidura que llevaba y a su andar
con la cabeza inclinada, contribuía a darle el aspecto de
escolar que tenía antes de irse al extranjero.
¿Cómo está tu mujer? le pregunté rápidamente.
Mojóse los labios, que temblaban, y contestó:
¡No muy bien, hermana! No podemos continuar esta vida
durante mucho tiempo. Estoy viendo que habré de hacer
algo..., irme, trabajar.
Enmudeció. Le aconsejé que tuviera paciencia antes de
jugarse el todo por el todo. Era un gran paso que mi madre
hubiera consentido a la extranjera que se instalase en los
patios, y un año pasaría de prisa.
Pero él sacudió la cabeza.
Mi mujer también empieza a desesperar dijo con tristeza
. Mientras estuvimos lejos de aquí, nunca perdió los ánimos.
110
Pero ahora languidece con el transcurso de los días, no
se acostumbra a nuestras comidas, y yo no puedo darle otros
alimentos. En su país de origen, estuvo acostumbrada a
sentirse libre y cortejada; allí la consideraban hermosa, y
muchos hombres la desearon. Era para mí un orgullo decirme
que fui yo quien logró llevársela de todos los admiradores.
Pero ahora es como una flor marchita, truncada en un
vaso de plata sin agua. Se pasa el día entero sentada, en
silencio, con los ojos cada vez más dilatados y febriles.
¿Cómo era posible que mi hermano considerase un
mérito el que muchos hombres hubiesen deseado a su mujer?
Entre nosotros, semejante antecedente sería
considerado desmerecedor. ¿Y una mujer así podía esperar
convertirse en una de nosotras?
Un súbito pensamiento cruzó mi mente.
¿Acaso piensa volver a su patria? pregunté con
ansiedad.
¡Ojalá fuera así! Sería la única solución. Mi hermano,
hombre al fin y al cabo, la olvidaría pronto cuando el mar los
separase, y cumpliría con sus deberes. Nunca olvidaré su
expresión cuando oyó mis palabras.
Si decide irse dijo, mirándome con ojos que echaban
llamas , la acompañaré. Y luego, con una violencia
inesperada : ¡Si muere en esta casa, dejaré para siempre
jamás de ser el hijo de mis padres!
Con suavidad, le reproché el pronunciar unas palabras
tan duras. Y él, sorprendiéndome, en verdad, emitió un ronco
sollozo, dio media vuelta y se alejó con rapidez. ¿Qué hacer?
Durante cortos minutos me quedé inmóvil, contemplando su
curvado dorso, hasta que desapareció en el patio donde
habitaba; luego, venciendo una última incertidumbre, y
siempre temerosa de mi madre, le seguí.
Deseaba ver a la extranjera y, en efecto, la encontré en
el patio interior. Llevaba una vestimenta exótica, una larga
chaquetilla ceñida, de color azul oscuro, cortada de tal
manera que no oprimía su garganta. Cuando llegué, se
paseaba excitada, llevando en la mano un libro extranjero
cubierto con ricas y sutiles estampas, constituyendo grupos en
cada página. Leía, mientras andaba, con la frente surcada
de arrugas. Al verme, sonrió y se detuvo para que yo me
acercase.
La conversación fue sin interés. Había acabado de
111
perfeccionar sus conocimientos de nuestro idioma y, por
tanto, no tuvimos dificultad en entendernos. Invitóme a entrar,
pero me excusé: mi hijo estaría esperándome. Ella parecía un
poco molesta. Dijo algunas palabras a propósito de cierto
enebro muy viejo que crecía en uno de los patios; la joven me
entregó un juguete que, al parecer, era para mi hijo. Un
objeto de tela relleno de algodón. Le di las gracias y me
quedé sin saber qué decir. Hubo una pausa; luego empecé a
despedirme, sintiéndome entristecida al pensar que no podía
hacer nada para ayudar a mi hermano ni a mi madre.
Cuando quise irme, me cogió una mano y la retuvo
entre las suyas. La miré y vi que dos lágrimas fluían de sus ojos,
que ella intentó disimular con un brusco movimiento de
cabeza. Me sentí apiadada y, no sabiendo qué decir, le
aseguré que volvería pronto a visitarla. Intentó sonreír, pero
sus labios temblaban.
Así pasó una luna más, y mi padre regresó. Aunque
parezca extraño, interesóse inmediatamente por la esposa de
mi hermano, que le fue simpática. Por Wang-Da-Ma, supe
que apenas franqueó la puerta principal inquirió si mi
hermano había conducido a su mujer a la casa. Como le
contestaron afirmativamente, cambió de vestido y anunció su
visita a mi hermano tan pronto concluyese de comer.
En efecto, compareció muy sonriente y amable, siendo
recibido por mi hermano con los signos de respeto que le
eran debidos. Inmediatamente comunicó su deseo de ver a
la extranjera, y al comparecer ésta, se echó a reír a
carcajadas, observóla atentamente y se puso a hacer
comentarios en voz alta.
No está mal para ser una extranjera dijo de buen humor
. Bien, bien, esto es nuevo en la familia. ¿Habla nuestro
idioma?
Mi hermano, molesto por tanta desenvoltura, contestó
secamente que se ocupaba en enseñárselo. Al oír esto, mi
padre rió a más no poder.
¿Para qué, hijo, para qué? Las palabras de amor suenan
con mayor dulzura cuando se las pronuncia en un idioma
extranjero, ¡ja, ja, ja!
Mientras se dejaba dominar por aquel exceso de
hilaridad, toda la grasa de su cuerpo temblaba.
La extranjera no comprendía las palabras de mi padre
hablaba muy de prisa, con su vozarrón , pero la
112
jovialidad que demostraba tuvo el efecto de reanimarla y,
naturalmente, mi hermano se guardó muy bien de advertirle
que el jefe de la familia le estaba faltando al respeto.
Me he enterado de que mi padre la visita con
frecuencia, y que bromea mucho sin preocuparse para nada
de las conveniencias; le enseña nuevos modismos y maneras
de decir las cosas. En cierta ocasión le envió dulces, y en otra,
un limonero enano, de esos que se llaman de Buda, en un
magnífico jarro verde.
Mi hermano procura estar presente durante estas
entrevistas. En cuanto a la extranjera, es una criatura que no
se da cuenta de nada.
Ayer, después de saludar a mi madre, fui a las
habitaciones de la mujer de mi hermano para hacerle una
breve visita; no me atrevía a incurrir en la reprobación de
mamá visitándola más reposadamente: eso hubiera podido
ser causa de que me prohibiera el acceso, sin más ni más, al
patio de la extranjera.
¿Eres dichosa? le pregunté.
Sonrió de aquella manera que iluminaba todo su grave
rostro.
Casi contestó . Por lo menos las cosas no han
empeorado. No he vuelto a ver a la madre de mi marido
desde la vez en que hube de prepararle el té... Pero mi
suegro viene a verme casi todos los días.
Es necesario ser paciente dije . Llegará el día en que
mi augusta madre acabará cediendo.
La expresión de su rostro se endureció.
¡Como si yo hubiera cometido un pecado! dijo con voz
ronca y vibrante . ¿Acaso es pecado amar y casarse? El
padre de mi marido es el único amigo que tengo en esta
casa. ¡Es amable conmigo! Y preciso de amabilidad, créeme.
No podré aguantar durante mucho tiempo esta
opresión.
Con un ligero movimiento nervioso de su cabeza echó
atrás los cabellos cortos y rubios que le caían sobre la frente.
En sus ojos leí una expresión encolerizada. Vi que miraba
hacia los otros patios, y seguí la dirección de sus ojos.
¡Míralas, ahí están otra vez! exclamó . Para ésas yo soy
como un juguete, ¡no puedo resistir que me miren así! ¿Por
qué vienen siempre a curiosear y señalarme con el dedo?
113
Al hablar así me indicaba con la cabeza el portón de la
Luna, donde se habían agrupado las concubinas, y media
docena de esclavas con sus niños; pero se veía claramente
que miraban en dirección a la extranjera, riendo entre ellas,
indiferentes a mi expresión reprobadora, fingiendo no verme.
Por último, la extranjera me obligó a entrar, de un empujón,
en la estancia, cerrando la puerta en la nariz de las curiosas.
¡No puedo aguantarlas! dijo furiosa-. ¡No entiendo lo que
dicen, pero sé que hablan de mí desde por la mañana hasta
la noche!
Intenté calmarla:
No prestes atención. Son muy ignorantes.
Pero ella sacudió la cabeza.
¡Esto ya va durando demasiado! ¡No puedo más! Frunció el
entrecejo y calló, absorta en sus pensamientos. Yo también
guardaba silencio, a su lado, en la amplia habitación donde
reinaban las sombras. Por último, ya que no acertábamos a
decirnos nada, miré a mi alrededor. Se podía ver que había
verificado algunos cambios en el local, para darle un aspecto
lo más occidental posible. Observé algunos detalles extraños.
Por ejemplo: en las paredes había colgado, sin orden ni
concierto, algunos cuadros, y entre ellos varias fotografías con
marcos. Al darse cuenta de que los miraba, su rostro se
suavizó.
Éstos son mis padres dijo-, y aquéllas mis hermanas.
¿No tienes hermanos?
Sacudió la cabeza, contrayendo un poco los labios.
No, ¡pero qué más da! Nosotros no somos una gente que
únicamente se preocupa de los hijos.
No comprendí. Me levanté para mirar los cuadros. El
primero reproducía a un anciano de aspecto grave, con una
barbita blanca en punta. Sus ojos eran como los de la
extranjera, tempestuosos, con los párpados hinchados. Tenía
la nariz puntiaguda y calva la cabeza.
Mi padre es profesor de la Universidad donde encontré por
primera vez a tu hermano dijo, mirando la fotografía con
nostalgia . Al verle en esta habitación, me parece fuera de
lugar añadió en voz baja y temblorosa . ¡Pero lo que, al
principio, no podía mirar es la fotografía de mi madre!
Se puso en pie y habló a mi lado: yo, comparada con ella,
resulto de muy corta estatura. Separó sus ojos de la segunda
fotografía, sentóse, cogió de encima la mesa un retazo de
114
tela y se puso a bordar. Nunca la había visto dedicada a
aquel trabajo, y me extrañó la curiosa cajita de metal en que
introducía la yema de su dedo; era algo muy distinto de
nuestros dedales constituidos por un anillo apropiado al dedo
medio. Manejaba la aguja como un cuchillo. No dije nada y
curioseé la fotografía de su madre, una mujercita delicada,
no exenta de cierta gracia, a pesar de la manera poco
decorosa de peinar sus blancos cabellos, en forma de
aureola. La hermana de la extranjera tenía un parecido
extraordinario con su madre, aunque aparecía muy joven y
sonriente.
¿Tienes muchos deseos de ver otra vez a tu madre?
pregunté discretamente.
No. Ni tan siquiera puedo escribirle.
¿Y por qué?
Porque estoy viendo que todos sus temores a propósito de
mi casamiento se cumplen. ¡Ni por todo el oro del mundo
quisiera que me viese aquí! Si le escribiese leería la verdad
entre líneas. Por eso no le he escrito desde que llegué. En
nuestro país, todo aparecía de una manera muy distinta,
magnífica; mi novela de amor. Y yo..., naturalmente, tú no
sabes hasta qué punto llegaba mi marido a ser el tipo de
perfecto enamorado. Me hablaba con cálidas palabras,
mucho más originales e interesantes que las de todos mis
otros enamorados..., éstos, comparados con él, me daban la
impresión de ser fastidiosos y vulgares. Un amor expresado
como tu hermano lo hacía era una novedad. ¡Pero mi madre
no se sentía muy tranquila, y nunca logramos hacerle perder
el miedo!
¿De qué tenía miedo? pregunté, perpleja.
Que yendo tan lejos no fuese yo dichosa, y que los padres
de mi marido no aprobaran el casamiento y procurasen
hacerme la vida imposible. ¡Y eso es precisamente lo que
ocurre! Ignoro a ciencia cierta cómo, pero me parece haber
caído entre las mallas de una red. Aquí, confinada entre estas
cuatro paredes, mi imaginación vuela. ¿Qué dicen todos los
que me rodean? ¿Qué piensan de mí? Quisiera leer en sus
rostros, pero no lo consigo. ¡Son tan impasibles! Por la noche,
hasta me da miedo... A veces veo la cara de mi marido
como las demás, lisa, imperturbable. Allí, en mi país, parecía
uno de los nuestros, pero un poco más fascinador; una
amabilidad como no había conocido nunca. ¡Pero aquí...!
115
Hay momentos en que me parece verlo cómo se desvanece
en las sombras de este extraño mundo. Hasta parece que me
huye... ¿Cómo diría...? Siempre estuve acostumbrada a oír
expresar con franqueza los sentimientos. ¡Ah, la alegría de
vivir! Aquí, por el contrario, todo es silencio, reverencias,
miradas oblicuas. Me importaría poco no gozar de libertad, si,
por lo menos, supiese lo que todo esto oculta. ¿Sabes? En
cierta ocasión, en mi país, dije que por amor a tu hermano
estaba dispuesta a hacerme china u hotentote. ¡ Pues bien,
no puedo, me es imposible! ¡ Seré americana hasta la muerte!
Se desahogaba en mí, con rostro confuso y ademanes
convulsivos, tan pronto en su idioma como en el nuestro.
Nunca imaginé que pudiera haber en ella tantas ideas
inexpresadas. Habló con la fluidez del agua que mana de
una roca. Jamás vi a una mujer mostrando su corazón tan al
desnudo. Grande era mi turbación, y a esto se unía una vaga
sensación de piedad. Estaba allí, pensando en lo que podría
contestar, cuando mi hermano compareció de la contigua
habitación y, sin prestarme atención, acercóse a la
extranjera. Se arrodilló a su lado, cogióle las manos, que ella
había dejado caer en su regazo, y se las llevó a las mejillas,
inclinando la cabeza como si lo hubiese oído todo. Yo me
quedé indecisa, no sabiendo si debía irme. Por último, mi
hermano elevó hacia ella su rostro descompuesto y murmuró,
con cierta dificultad:
Mary, Mary, nunca te oí hablar así. ¿Acaso ya no tienes
confianza en mí? En tu país me decías que adoptarías mi
nacionalidad, compartiéndola conmigo. Si no puedes..., si te
es imposible..., pues bien, a fin de año nos jugaremos el todo
por el todo y me haré americano como tú. ¡Y si eso no fuese
posible, nos iremos a otro país, adoptaremos otra raza, qué
más da, con tal de estar juntos..., y que nunca puedas dudar
de mí, ni de mi amor!
Comprendí estas palabras porque mi hermano habló en
chino. Luego, empezó a murmurar frases en otro idioma y ya
no pude entender lo que decía. Pero vi que la extranjera
sonreía, y comprendí que por amor a mi hermano estaba
dispuesta a cualquier cosa. Inclinó su cabeza sobre el hombro
de él y los dos callaron, palpitantes. Me sentí avergonzada y
retíreme, encontrando cierto alivio en el hecho de reñir a las
esclavas que curioseaban ante la cancela. No podía,
naturalmente, echar una filípica a las concubinas de mi
116
padre, pero tuve cuidado en recalcar ciertas expresiones que
dije a las esclavas, dirigidas también a las otras. Ninguna de
las concubinas comprendía que aquélla era una curiosidad
indigna y descarada. La más gorda, que masticaba un
caramelo, dijo, chasqueando la lengua:
¡A una persona tan ridícula y de aspecto tan extraño, no le
debe asombrar que la miren y se rían a su espalda!
Esa mujer es humana y tiene los mismos sentimientos que
nosotras contesté con toda la fría severidad de que fui
capaz.
Pero la concubina se limitó a encogerse de hombros, y
continuó masticando, secándose los dedos en las mangas
con mucho cuidado.
Me fui encolerizada, y al llegar cerca de casa me di
cuenta de que mi cólera era más bien en favor de la esposa
de mi hermano que en contra.
CAPÍTULO XVIII
Y ahora, hermana, ha ocurrido lo que no deseábamos;
¡la extranjera está en estado! Lo sabía desde varios días antes,
pero no lo dijo a mi hermano hasta ayer, con cierta curiosa
reserva. Éste vino inmediatamente a comunicármelo.
El caso no es para festejarlo. Mi madre acogió la noticia
metiéndose en cama, y se encuentra tan mal que es incapaz
de levantarse. Sus temores, horrorosos temores, se han
cumplido, y su frágil cuerpo no soporta fácilmente las
impresiones fuertes. Tú sabes lo mucho que ella deseó para la
familia el fruto primero del amor de mi hermano. Y ahora, en
vista de que su deseo no se cumple, mi hermano ya no tiene
valor alguno para ella, y ha perdido todo interés por el futuro
niño, que nunca podrá serle presentado como el esperado
nietecito.
Sabiendo que no se encontraba muy bien, fui a verla, y
la encontré, rígida e inmóvil, en su lecho. Tenía los ojos
cerrados y no los abrió más que para reconocerme,
volviéndolos a cerrar en seguida. Me senté suavemente a su
lado y esperé en silencio. De improviso, como ocurrió la otra
117
vez, su rostro cambió hasta el punto de adquirir el color de la
muerte, y su respiración hízose fatigosa. Impresionada, di unas
palmadas para llamar a las esclavas, y súbitamente
compareció Wang-Da-Ma con la pipa de opio encendida y
humeante. Mi madre la cogió, empezó a chupar con
desesperación y, al poco rato, pareció un poco aliviada.
Lo que vi me trastornó. Era evidente que aquel malestar
era una cosa diaria, puesto que la pipa de opio estaba
dispuesta junto a la encendida lámpara. Cuando pretendí
hablar, mi madre dijo:
¡No es nada; no me molestes!
No quiso decir nada más. Me quedé aún cortos instantes
a su cabecera; luego, haciendo una reverencia, me retiré. Al
atravesar el patio de la servidumbre pedí explicaciones a
Wang-Da-Ma. Ésta movió la cabeza.
La primera dama sufre de estos ataques diarios, y, a veces,
son más que los dedos de mi mano. Durante estos últimos
años también sufrió de ataques parecidos, pero eran más
raros y, en realidad, ocasionales. Únicamente en estos últimos
tiempos, a causa de los disgustos que le da la familia, son más
frecuentes. Procuro estar siempre cerca de ella, y le veo un
rostro cada vez más lívido. Por la mañana, cuando le llevo el
té, la encuentro descompuesta. Hasta hace unos días la
sostuvo un resto de esperanza. Pero ahora ésta ha
desaparecido a su vez, y se inclina como un árbol cuyas
raíces están muertas.
Con la punta del delantal azul secóse los ojos y suspiró.
¡Ah, sé muy bien, demasiado bien, en qué consistía esa
esperanza que seguía animándola! Wang-Da-Ma no dijo
nada, pero yo volví a casa y lloré. Conté todo a mi marido,
suplicándole que me acompañase a ver a mi madre. Pero él
me aconsejó que esperase.
Forzarla o irritarla sería peor. Cuando el momento te
parezca oportuno, aconséjale que se haga auscultar por un
médico. Tu responsabilidad ante una anciana te impone esta
obligación.
No ignoro que mi marido tiene siempre razón. Pero no
logro librarme del presentimiento de una inminente desgracia.
En cuanto a mi padre, parece contento de que la
extranjera vaya a ser madre. Cuando enteróse, exclamó:
¡Ah! ¡Ah! ¡Ahora tendré un pequeñín extranjero con quien
jugar! ¡Vaya, vaya! ¡Un juguete nuevo! ¡Le llamaremos
118
Pulgarcito y nos divertirá a todos!
Estas palabras las acogió mi hermano con un gruñido.
Era evidente que en su corazón empezaba a sentir odio por
su padre.
En cuanto a la extranjera, parecía haber enviado a
pasear su negro humor.
Cuando la fui a ver para felicitarla, estaba tarareando
una canción extraña y áspera. Le pregunté qué era y me
contestó que una canción de cuna. Me pareció que ninguna
criatura podría dormir oyéndola. Parecía como si hubiese
olvidado su desahogo conmigo. Se diría que el amor entre
ella y mi hermano fortalecióse, y ahora no hace más que
pensar en el pequeño, que no tardará en nacer.
En mi fuero interno siento impaciencia por ver al niño
extranjero. Estoy segura de que no puede ser tan guapo
como el mío. Si fuese un niño con los cabellos rubios como su
madre... ¡Ah, pobre hermano!
La infelicidad de mi hermano es tanto mayor cuanto
más vivo es su deseo de legalizar el estado de su esposa,
ahora, sobre todo, que espera a un hijo. Cada día, hablando
con mi padre, hace alusión al particular. Pero éste cambia de
conversación, sonriendo, y charla de futesas. Mi hermano
dice que durante la próxima fiesta someterá el caso al juicio
de toda la familia, reunida en el gran atrio, ante las tablillas
sagradas de nuestros antepasados, para que su hijo venga al
mundo legalmente, como primogénito. Claro está que si se
tratase de una niña la cosa no tendría importancia, pero
nunca se sabe lo que el porvenir reserva.
Estamos en la undécima luna del año; la nieve cubre la
tierra, los bambúes del jardín..., álgido mar de blancas ondas,
que apenas se mueven en la brisa, gimiendo bajo el peso
blanco. El embarazo de la esposa de mi hermano progresa,
en la casa de mi madre la atmósfera es densa, mientras
esperan..., ¿el qué...?, no podría decirlo con precisión.
Esta mañana, al levantarme, vi los árboles desnudos y
negros bajo el cielo gris. Mi despertar fue brusco, como ocurre
cuando se tiene un sueño ansioso. Y, sin embargo, no había
soñado nada. ¿Qué significa nuestra vida? Está en las manos
de los dioses, y nosotros no conocemos nada, salvo el miedo.
He intentado analizar el motivo de mi sobresalto. ¿Es a
causa de mi hijo? Pero es un leoncillo, habla como un rey y el
mundo entero le obedece. Únicamente su padre se atreve a
119
desobedecerle, riendo. Y yo... ¡Yo soy su esclava y él lo sabe!
Lo sabe todo, el bribonzuelo.
No, no se trata de mi niño. ¿Entonces? De cualquier
modo que me formule la pregunta, no logro dominar mi
inquietud; es el presentimiento de una desgracia que está a
punto de caer sobre nosotros. Espero que los dioses se
decidan a revelarnos sus deseos, convencida de lo malévolo
de éstos. ¿Y si se tratase, al fin y al cabo, de mi hijo? Porque
no consigo deshacerme de este vago temor, a causa de la
actitud de su padre con respecto al amuleto de la abuela.
¿Y el padre? Se ríe. ¿Acaso el niño no está sano y
fuerte? No se contenta con el pecho; ahora quiere arroz y los
palillos tres veces al día. Le estoy cebando, pero está hecho
un hombre. Ah, no; ningún otro niño puede competir en vigor
con mi hijo.
Mi madre se debilita cada día más. Papá, para escapar
a las instancias de mi hermano en favor de su esposa, se fue a
Tien-Tsin para ciertos asuntos. Desde hace varias lunas no se le
ve por casa. Y, sin embargo, se aproxima la amenaza, y sería
conveniente que regresase. Mi padre no se preocupa de
nada más que de sus placeres, pero esto no debería ser
motivo para olvidar que, ante los cielos, representa a la
familia. ¿Escribirle? No me atrevo, simple mujer atemorizada,
a molestarle con mis presentimientos que, a lo mejor, no son
otra cosa que temores supersticiosos.
Pero, si son supersticiosos, ¿por qué no concluye la
opresiva tensión de esta espera?
He comprado incienso y lo quemé ante Kwan-yin a
escondidas, por miedo de las burlas de mi marido. Está bien
que no se crea en los dioses cuando nada turba nuestro
espíritu; pero cuando el dolor cae en una casa, ¿a quién
recurrir...? Supliqué a la diosa antes de que mi hijo naciese, y
la diosa me oyó.
Estamos a punto de entrar en la duodécima luna. Mi
madre yace, inmóvil, en su cama. Empiezo a creer que nunca
más se levantará. Le sugerí que llamase a los médicos y ha
cedido por fin..., sin duda para que no siga importunándola.
Chang, el célebre médico astrólogo, vino. Luego de
recibir, en pago, cuarenta onzas de plata, prometió curarla.
Todos conocemos su sabiduría, y esta promesa nos
tranquiliza.
Pero yo me pregunto cuándo empezará la tan
120
esperada mejoría. La enferma no hace más que fumar opio
desde por la mañana hasta la noche, para aliviar los dolores
que la afligen; y, sumida en su somnolencia, apenas habla. Su
color se ha vuelto amarillo terroso; la piel está pegada a los
huesos, seca y sutil como el papel. Le he sugerido que se deje
cuidar por mi marido, a la manera occidental, pero no quiere
saber nada de eso. Murmura que, aunque en un tiempo fue
joven y ahora es vieja, no por eso se dejará someter a
tratamientos bárbaros. Cuando hablé de mamá a mi marido,
éste movió la cabeza... Y por este movimiento comprendí que
él también está seguro de que no tardará en entrar en la
Terraza de la Noche.
¡Oh, madre mía, madre mía!
Mi hermano no habla, se consume. Se pasa los días
enteros en sus habitaciones, mirando al vacío y frunciendo el
ceño; y cuando vuelve en sí, es tan sólo para prodigar
ternuras a su mujer. Los dos se han creado una existencia
personal, alejados en un mundo donde no existen más que
ellos dos y el hijo que ha de nacer.
Desde hace algún tiempo, un trenzado de bambú
colocado contra la cancela de la Luna evita las miradas
curiosas de las mujeres.
Cuando le hablo de mamá, mi hermano se hace el
sordo y se limita a decir, como un niño caprichoso:
¡No la perdonaré nunca; no puedo perdonarla!
Nunca, en toda su vida, tuvo mi hermano que soportar
una negativa. ¡Y ahora no puede perdonar a su madre!
Durante muchas semanas se mostró reacio a visitarla.
Pero ayer, por fin, acabó cediendo a mis angustiosas
súplicas, y consintió en verla. Entró conmigo en la habitación,
pero no hizo ningún saludo. Obstinadamente silencioso, miró
a mi madre, y ella, en un momento dado, abrió los ojos y le
miró con fijeza, sin decir una palabra. Pero cuando nos
retiramos pude observar que la vista de aquel rostro
descompuesto le había conmovido el alma. Probablemente
creyó que mi madre se mantenía recluida en sus habitaciones
tan sólo por enfado con él; pero al verla, se dio cuenta de
que estaba verdaderamente enferma, y que no curaría
nunca. Así es que ahora Wang-Da-Ma me lo ha contado
se acerca cada día a la cabecera de su madre y le ofrece
una taza de té con las dos manos, sin moverse. La primera
vez, la enferma se incorporó para darle las gracias, pero
121
desde que supo el estado de la extranjera, no ha vuelto a
abrir la boca.
Mi hermano ha escrito una carta a mi padre, y mañana
el jefe de la familia vendrá.
Hace varios días que mamá está sumergida en un
pesado sueño muy distinto del sueño que conocemos.
Chang, el médico, abrió los brazos y dijo:
Si el cielo ordena la muerte, ¿quién soy yo para oponerme
al destino supremo?
Embolsó el dinero que se le debía, ocultó las manos en
sus amplias mangas y se fue. Entonces corrí en busca de mi
marido y le supliqué que acudiese: la enferma no ve nada de
lo que ocurre a su alrededor, y no hará objeción alguna. Al
principio, mi marido no quería saber nada, pero insistí, y por
primera vez pudo ver a mi madre enferma.
La visita le conmovió como en ninguna otra ocasión
pude observar. La miró durante un buen rato, un
estremecimiento recorrió todo su cuerpo y, por último, salió.
Durante un momento temí que se encontrase mal, pero
a mis angustiadas preguntas limitóse a contestar:
Demasiado tarde. No puedo hacer nada.
Luego, de pronto, se volvió hacia mí, exclamando:
Se parece tanto a ti, que creí estar viéndote muerta.
Y lloramos los dos.
Voy al templo dos veces al día, donde no había puesto
los pies desde que nació mi hijo.
No sentía la necesidad de pedir nada a los dioses,
puesto que tenía todo lo que podía desear. Pero se ve que los
dioses, enfadados por mi defección, me castigan golpeando
a mi madre. El dios a quien ruego con mayor devoción es el
de la larga vida, ante el cual puse ofrendas consistentes en
carne y vino. He prometido entregar al templo cien hilos de
plata.P ero el dios no me oye. Sentado, inmóvil tras su cortina,
no me ha hecho saber, tan siquiera, si acepta mis ofrendas.
¡Tras el velo, los dioses se confabulan contra nosotros!
¡Hermana, oh, hermana! ¡Los dioses han hablado, por
fin, revelándose con toda su perversidad! ¡Mira, mira,
hermana, mis vestidos de burda tela! ¡Mira los vestidos
blancos de luto, que lleva mi hijo! ¡Por ella vestimos de luto,
por mi madre muerta!
Yo velaba a su cabecera. La medianoche había
122
sonado; ella yacía inmóvil, sin cambiar de postura desde
hacía diez días: una estatua de bronce. No comía ni hablaba;
su espíritu había oído ya las voces imperiosas. No vivía en ella
más que su fuerte corazón, pero también se debilitaba poco
a poco. Poco antes del alba me apercibí, con súbito terror,
de que algo había cambiado en ella. Batí palmas llamando a
la esclava de servicio, y la envié en busca de mi hermano,
que velaba en su cuarto, dispuesto a acudir tan pronto le
llamasen.
Apareció instantes después, miró a la enferma y
murmuró casi con miedo:
Se acabó. Manda alguien a las habitaciones de papá.
Hice un signo a Wang-Da-Ma que, en pie, junto al lecho,
se secaba los ojos. Una vez salió la sirvienta, nos cogimos de
las manos llorando y gimiendo. De pronto, nuestra madre
pareció despertar: volvió la cabeza y nos miró fijamente.
Luego levantó los brazos, como si elevase un gran peso, y
emitió dos profundos suspiros. Sus brazos cayeron inertes, y su
espíritu voló, silencioso e impenetrable, como durante su vida.
Llegó mi padre, todavía adormilado y con los vestidos
en desorden. Cuando le comunicamos la desgracia, se
quedó como aturdido, mirando a la muerta. Era visible que
sentía miedo siempre la temió y empezó a llorar como
una criatura, vertiendo lágrimas fáciles y pueriles.
¡Una buena mujer! exclamó . ¡Ah, sí, una buena mujer!
Mi hermano le alejó suavemente, con palabras de consuelo,
y ordenó a Wang-Da-Ma que me trajese vino.
Quedé a solas con mi madre, absorta en la
contemplación del mudo rostro, que iba adquiriendo la
rigidez de la muerte. Yo era la única que comprendía, y las
lágrimas fluyeron, abundantes, de mi corazón. Por último, corrí
las cortinas para evitar las miradas de los extraños, y la
abandoné a la soledad en que siempre vivió.
Rociamos el cadáver de esencia, lo envolvimos en una
larga gasa de seda amarilla, y, por último, lo depositamos en
uno de los dos grandes ataúdes cavados en inmensos troncos
de árboles de alcanfor, dispuestos para ella y mi padre desde
que murió la abuela. En los ojos de la muerta pusimos las
piedras sagradas de jade.
El gran ataúd fue sellado. El astrólogo vino y le
consultamos acerca del día más favorable para los funerales,
el astrólogo escudriñó los libros de las estrellas, descubriendo
123
que el día exacto es el sexto de la sexta luna de año nuevo.
Luego llamamos a los sacerdotes, que acudieron ataviados
con sus vestidos amarillos y escarlata. Al son de la música
fúnebre la condujimos al templo, en espera del día para el
entierro.
Actualmente yace en el templo, bajo los ojos de los
dioses, en el silencio y el polvo de los siglos. Ni un ruido
interrumpe su sueño eterno. Únicamente resuenan los cantos
fúnebres de los sacerdotes al amanecer, cuando llega el
crepúsculo y durante la noche. De vez en cuando, el son de
los gongos del templo.
CAPÍTULO XIX
¿Es posible, hermana, que hayan pasado cuatro meses?
Mi vida sigue su curso, pero no soy la misma de antes. En
mis cabellos luzco los cordones blancos del luto de mi madre.
Los dioses me separaron de mi manantial..., de la carne que
dio vida a la mía, de los huesos de que están hechos los míos.
El recuerdo de lo irreparable me hace sangrar de dolor.
Sin embargo, pienso: puesto que el cielo no quiso que se
cumpliese el último deseo de mi madre, ¿no ha sido éste
misericordioso al llevársela del mundo, alejándola de esta
vida que ella no habría logrado comprender nunca? Tiempos
difíciles para los que vivimos, ¿cómo hubiese soportado ella
los acontecimientos?
Te lo diré todo, hermana: Apenas había salido el cortejo
fúnebre por la puerta principal, cuando las concubinas se
enzarzaron en una violenta discusión para saber a quién
correspondía el rango de primera dama de la casa. Todas
deseaban vestir aquellos trajes de tela color rosa, que
estaban prohibidos a las de su condición, así como el
privilegio de salir por la puerta principal el día de sus funerales.
Tú ya sabes, en efecto, que los ataúdes de las concubinas
deben salir por una puerta lateral.
Había que verlas, pavoneándose y rivalizando entre sí
para atraerse las miradas de mi padre.
Debo hacer excepción de La-may. Durante estos últimos
meses vivió en una de las propiedades agrícolas de la familia.
Al morir mi madre, y con todo el trastorno consiguiente,
124
olvidamos comunicarle inmediatamente la noticia, que le fue
notificada, diez días más tarde, por el mayordomo de mi
padre. La-may vivió retirada durante todo aquel tiempo con
la única compañía de su hijo y los siervos; no hizo nada para
reconquistar a mi padre, ni aun cuando supo que éste había
renunciado a su proyecto de adquirir una nueva concubina.
Mi padre, en efecto, se cansó pronto de su nuevo
capricho. La nueva concubina, pensó, no vale el dinero que
piden por ella. Pero La-may no podía olvidar que concibió el
deseo de otra, y nunca quiso oír hablar de reunirse con él; mi
padre odiaba el campo y, por eso, nunca fue por ella.
Al enterarse de la muerte de mi madre, La-may vino
inmediatamente. Su primer pensamiento fue visitar el templo
donde se conservaban sus restos mortales. Durante tres días,
rechazando todo alimento, lloró en el templo. Cuando Wang-
Da-Ma me explicó este detalle me apresuré a ir al templo,
levanté a la llorosa y me la llevé a casa. La-may está
cambiada por completo. Ya no es la muchacha alegre y
vivaz de antaño; las siete elegancias de sus vestidos no son
más que un recuerdo. No se pinta los labios exangües, que
trazan una línea en su pálido rostro; apenas habla, es gris. Lo
único que sobrevive es su desdén. Al saber que las
concubinas litigaban entre sí, frunció los labios con desprecio.
Es la única a quien no le importa un ápice ser la primera.
No habla de mi padre. Alguien me contó que
amenazaba con envenenarse si éste se atrevía a acercarse a
ella; el amor de antaño se ha convertido en odio.
Cuando le hablé de la mujer extranjera con quien se
había casado mi hermano, no abrió la boca, como si no me
oyese. Pero como insistí, me escuchó fríamente y, por último,
comentó, con voz fina y tajante:
¿Para qué hablar y ocuparse de algo que se sabe de
antemano como ha de acabar? ¿Acaso el hijo de tal padre
puede ser fiel? Hoy está muy enamorado, pero ya sé cómo
van esos asuntos. Espera a que nazca su primer hijo, y la
madre pierda la belleza como un libro las tapas. ¿Por ventura
crees que se entretendrá en leer las páginas de ese libro,
incluso si no hablan más que de amor?
Y se desinteresó de la cuestión. Vivió cuatro días con
nosotros sin mencionar para nada a mi padre; en ella
murieron la alegría y el amor que en un tiempo sintiera. Está
irritada contra el mundo entero, pero es una cólera sin fuego,
125
sin motivo, fría como la de una serpiente, y llena de veneno.
Llegó a darme miedo; de esto no hablé a mi marido hasta el
día en que se fue.
Me cogió la mano, la retuvo entre las suyas y, por último,
dijo:
Es una mujer desengañada. Nuestras viejas usanzas han
tenido a la mujer en muy poca consideración, y La-may es de
las que aman con facilidad, pero se adaptan difícilmente.
¡El amor es una cosa terrible si su vena no se derrama,
pura y libre, de corazón a corazón!
En cuanto a las concubinas, no se podía decidir nada
mientras la mujer de mi hermano no fuera legalmente
reconocida. En efecto, correspondía a la esposa legítima de
mi hermano asumir el rango de señora de la casa. Los Li, a la
hija de quienes mi hermano fuera prometido, contribuyeron a
que la situación fuese todavía más delicada, al insistir en que
la boda se celebrase cuanto antes.
Naturalmente, mi hermano se guardó bien de
comunicar este detalle a la extranjera; pero yo lo sabía y me
daba cuenta de su ansiedad a causa de todas las
complicaciones que surgían. Mi padre había recibido a los
delegados de la familia para concertar el casamiento, y mi
hermano, que no los vio, tuvo que oír cómo su padre repetía
con fingida indiferencia y grandes risotadas, las proposiciones
de aquéllos. Estas conversaciones concernientes al
casamiento eran para él, que desde la muerte de mamá
estaba más enamorado que nunca de su esposa, como
puñaladas. A veces, es cierto, se golpeaba el pecho gritando
y reprochándose el haber acelerado la muerte de nuestra
madre. Entonces, la extranjera, que nunca quiso a la difunta,
mostraba gran ternura, y aquella juiciosa criatura escuchaba
pacientemente las palabras de remordimiento de su marido,
e intentaba desviar sus tristes pensamientos hablándole del
hijo que esperaban. Cualquier otra, menos comprensiva e
inteligente, se hubiera enfadado. Pero ella... Apenas
empezaba él a exaltar las virtudes de su madre, ya estaba
ella dispuesta a unir sus elogios, sin nunca reprocharle el
comportamiento de la difunta con ella. Incluso, un día, llegó
a elogiar con mayor convicción todavía que su marido la
fuerza de alma de la finada que, sin embargo, había sido su
enemiga.
Así, mi hermano desahogaba el dolor, y en el vacío que
126
su madre dejara, se infiltraba, perfecto, el amor de su mujer.
Pasó una temporada en que apenas les vi. Parecía
como si viviesen en un lejano país. Cuando iba a visitarles, me
acogían con efusión, pero en seguida se olvidaban de mí. No
tenían ojos más que para mirarse, e inconscientemente se
buscaban, inquietos, cuando en la misma habitación algo les
separaba.
Creo que fue durante aquellos días cuando mi hermano
empezó a ver con claridad la línea de conducta que debía
seguir.
Se calmó, y en su alma confirmóse el propósito de
sacrificarlo todo por su mujer. Verdaderamente, al verles me
sentía conmovida. Si les hubiese visto así antes de casarme,
me habría escandalizado, por lo poco digno que me hubiera
parecido su comportamiento. En aquellos tiempos yo creía
que las efusiones amorosas tan sólo se demostraban a las
concubinas y esclavas.
¡Y es todo lo contrario...! ¿Ves cómo las enseñanzas de
mi marido me han cambiado? Yo no sabía nada de nada
antes de conocerle.
Así, aquella pareja, mi hermano y la extranjera, vivían
esperando el porvenir.
Sin embargo, mi hermano no era completamente feliz.
Ella sí; la extranjera se sentía dichosa. Ya había dejado de
importarle no pertenecer a nuestra familia. Esperaba su hijo, y
este solo pensamiento bastaba para hacerle olvidar todas las
penas. Para ella, no había en este mundo más que su marido
y el pequeñín. Al sentir cómo éste se movía en su seno, me
decía:
Él me enseñará. De él aprenderé a pertenecer al país y a la
raza de mi marido. Gracias a él sabré cómo era su padre
desde que nació hasta convertirse en un hombre. Ocurra lo
que ocurra, ya no estaré sola.
Y a su marido:
Poco me importa que tu familia me reciba o no. Tu sangre
y tu vida están en mí, la madre de tu hijo.
Mi hermano no se sentía contento. Reconocía un
cambio en los sentimientos de su mujer, pero no lograba
dominar su cólera contra papá. Me decía:
Yo y mi mujer podríamos vivir solos e independientes, pero
no es justo que se prive de su herencia al pequeño. No
tenemos derecho.
127
¿Qué podía yo contestarle?
Acercábase el día del nacimiento; mi hermano, que
contaba las horas que faltaban para ser padre, fue a ver al
jefe de nuestra familia para obtener de él que reconociese
formalmente a su mujer. Y he aquí, hermana, el resultado de
la entrevista.
Como más tarde me contó, entró en las habitaciones de
mi padre procurando alentarse con la simpatía que el jefe de
la familia demostró sentir por la extranjera. Mi padre no fue,
precisamente, correcto y amable, pero mi hermano se decía
que sus exuberantes manifestaciones con la extranjera eran
debidas a un sentimiento de benevolencia. Inclinóse ante mi
padre y dijo:
Honorable padre; ahora que la primera dama, mi muy
honorable madre, se fue a la residencia del Manantial
Amarillo, yo, vuestro hijo indigno, os ruego tengáis la bondad
de escucharme.
El jefe de nuestra casa estaba sentado a la mesa. Asintió
con la cabeza, sonriendo, y, con expresión benigna, se sirvió
un vaso de bebida de una garrafita de plata. Llevóse a los
labios la minúscula copa de jade y paladeó delicadamente
el vino, sin contestar.
Animado, mi hermano prosiguió:
La pobre flor extranjera aspira a que se arregle su situación
en nuestra familia. Según las leyes de Occidente, estamos
legalmente casados y ella es mi primera dama. Ahora desea
que le sea dada, a su vez, la sanción de las leyes de nuestro
país. Esto es doblemente importante, puesto que espera dar
a luz a su primer hijo.
»La anciana primera dama nos ha abandonado, y de su
pérdida no nos consolaremos jamás. Pero ahora ocurre que la
primera dama de vuestro hijo no está ni tan siquiera colocada
en el orden justo de las generaciones. Por eso, y nada más
que por eso, la flor extranjera desea figurar entre nuestras
mujeres y pertenecer a nuestra estirpe, lo mismo que un
ciruelo se injerta en un fino tronco antes de dar sus frutos.
Según el expreso deseo de la madre, el niño que ha de
nacer deberá pertenecer para siempre a nuestra antigua
raza celestial. Tan sólo falta el reconocimiento por parte de
nuestro padre, cuyos graciosos favores pasados consolaron
mucho a la flor extranjera.
Mi padre siguió callado. Sonrió, volvióse a servir un poco
128
de bebida y absorbió de nuevo el contenido de la copa de
jade; por último dijo:
La flor extranjera es hermosa. Sus ojos son como dos joyas
de azur, sus miembros blancos como la pulpa de las
almendras.
La extranjera se ha divertido bastante, ¿no es eso? ¡Me
uno a tu alegría de que en pago estés a punto de recibir de
ella un juguete!
Nuevamente se sirvió de beber, y continuó, con su
acostumbrado tono afable:
Siéntate, hijo mío. Te estás cansando inútilmente.
Abrió un cajón de la mesa y cogió una segunda copa,
animando a mi hermano, con un movimiento de cabeza, a
que se sentara. Llenó, pues, la segunda copa hasta el borde y
prosiguió, con una voz que fluía fácil y gruesa:
¡Cómo!, ¿ya no te gusta el vino?
Mi hermano se había quedado en pie.
Nueva sonrisa, nueva libación y frote de la boca con el
dorso de la mano. Viendo que mi hermano seguiría en pie
hasta que obtuviera de él una contestación, el jefe de la
familia decidióse, por fin, a darla:
En cuanto a tu petición, hijo mío, la reflexionaré. ¡Tengo
tantas cosas que hacer...! Además, la muerte de tu madre
me ha agotado de tal manera que no puedo concentrar mis
ideas. Esta noche saldré para Shanghai. Necesito distraerme;
si no, el dolor acabará haciéndome enfermar. Entretanto,
puedes dar mi enhorabuena a la futura madre. ¡Que tu hijo
sea como el loto! ¡Adiós, hijo mío, digno hijo, hijo bueno!
Se levantó, sonrió y retiróse a la habitación contigua
echando la cortina tras él.
Al contarme aquella escena, mi hermano temblaba de
odio intenso, como si mi padre fuera un extraño para él. Y, sin
embargo, hemos aprendido, puesto que las Escrituras Santas
nos lo enseñaron, que un hombre no debe nunca anteponer
el cariño de su mujer al de sus padres. El que comete ese
pecado ofende las tablillas de los antepasados, ofende a los
dioses. Pero, ¿se pueden oponer barreras al ímpetu del amor?
Él amor se impone, tanto si el corazón quiere, como si
no... Entonces, ¿es posible que nuestros antecesores, a pesar
de toda su sabiduría, jamás se hayan dado cuenta de esto?
Ya no tengo valor para reprender a mi hermano.
Es extraño: la que más sufre ahora es la extranjera.
129
La hostilidad de mi madre nunca la afectó así; pero la
despreocupación de mi padre la asquea.
Al pronto, se irritó; luego, habló de él fríamente:
¡Toda su simpatía era fingida! Y pensar que creí haberle
agradado y tener en él a un amigo... Pero ¿qué es lo que se
ha creído? ¡Qué bruto!
Al oírla expresarse así a propósito de papá me sentí
escandalizada y miré a mi hermano, de quien esperaba unas
palabras de reproche. Pero éste inclinó la cabeza y guardó
silencio. Ella le miró con ojos donde, súbitamente, había una
expresión de terror, y, sin poder seguir conservando la sangre
fría que minutos antes demostrara, gritó, suspirando:
¡Oh...! ¡Vámonos, vámonos lejos de aquí..., de este horrible
lugar!
Yo estaba estupefacta. Mi hermano la cogió entre sus
brazos, murmurándole algo en el oído, mientras yo me
retiraba, dolida por ellos y llena de pena y duda por el
porvenir.
CAPÍTULO XX
¡Hermana, nuestro padre ha decidido! Es triste conocer
su decisión, pero vale más eso que vivir animado por falsas
esperanzas.
Ayer recibió mi hermano la visita de un delegado de
papá. Se trataba de un primo tercero, funcionario a las
órdenes de mi padre. Luego de tomar el té en la sala de
huéspedes, el mensajero refirió así la embajada de papá:
Escucha, hijo de los Yang. Tu padre contesta claramente a
tu petición, de acuerdo con los miembros de la familia, todos
ellos dispuestos, hasta el más insignificante, a apoyarle. Y
dice:
«La extranjera no puede ser admitida como una de las
nuestras. En sus venas corre una sangre inalterablemente
extranjera. Su corazón cultiva afectos extranjeros; el hijo de
sus entrañas no puede ser un hijo de los Yang. Donde la
sangre está mezclada y es impura, no puede existir
estabilidad para el corazón ».
«Además, tu hijo no puede ser recibido en las salas de los
antepasados. ¿Cómo podría un extranjero arrodillarse ante la
130
larga y sagrada descendencia de los Grandes Ancianos? Tan
sólo los que puedan vanagloriarse de poseer una heredad
incorrupta están en condiciones de hacerlo ».
« Tu padre es generoso y te envía mil piezas de plata.
Cuando nazca el hijo, paga a la madre y envíala a su país. Ya
has jugado bastante: llegó el momento de pensar en tus
deberes. ¡Presta atención a lo que se te ordena! ¡Cásate con
la que te fue predestinada! La hija de los Li se impacienta a
causa de tu retraso. La familia mostróse paciente y prefirió
esperar, posponiendo el casamiento hasta que pasara tu
locura, de que la ciudad entera hablaba con gran desdoro
para la parentela. ¡Pero ya no puede seguir esperando y
solicita que sean respetados sus derechos: la juventud se
marchita, y los hijos engendrados en plena juventud son los
mejores! »
Así habló el mensajero; y al terminar su embajada,
tendió a mi hermano un pesado saquito de plata.
Mi hermano, cogiéndolo, lo tiró al suelo. Adelantóse, con
unos ojos que parecían puñales de doble filo, como si quisiese
perforar el corazón del mensajero y, con la violencia de un
trueno en el cielo sereno, gritó:
¡Vuelve a mi padre y dile que se guarde su dinero! ¡Desde
hoy no tengo padre, ni familia, ni el nombre de Yang, que
repudio! ¡Borrad mi nombre de los libros! Mi mujer y yo
seguiremos nuestro camino, ¡libres como la gente de otros
países! Empezaremos una nueva raza..., ¡libres de esta
decrépita servidumbre que oprime las almas!
Más que un discurso fue un grito. El mensajero recogió el
dinero y murmuró:
¡Hay otros hijos, hay otros!
Y regresó adonde mi padre le esperaba.
¡Ah, hermana!, ¿comprendes ahora por qué te dije que
la muerte de mi madre fue una suerte? ¡Ver al hijo de una
concubina ocupar el lugar del primogénito y heredero!
Así, pues, mi hermano no posee ningún bien de familia.
La parte que le pertenece pasará a manos de la
ultrajada familia Li, que ya está buscando un nuevo marido
para su hija. Así me lo ha dicho Wang-Da-Ma.
Este es el sacrificio que mi hermano se ha impuesto por
la extranjera.
En ella nada puede turbar su impaciente espera. Mi
hermano le dijo, tan sólo:
131
Vamonos de aquí, corazoncito. Entre estas paredes no
podremos jamás construir nuestro hogar.
Ella se alegró mucho. Así es que mi hermano abandonó
la casa de sus antepasados sin ser saludado por nadie, salvo
Wang-Da-Ma. Cuando ésta supo que el patroncito se iba,
prosternóse ante él, tocando el polvo con la frente, y
exclamó, entre lágrimas:
¿Es posible que el hijo de mi amo abandone estos patios?
¡Para mí todo ha concluido..., es hora de que muera!
Mi hermano y la extranjera se han alojado en una casa
de dos pisos de la avenida de los Puentes. Él está envejecido
y parece como aplanado. Por primera vez en su vida tiene
que proveer a su propio sostén y al de su familia. Cada
mañana va a la Escuela gubernamental para dar lecciones;
él, que nunca se había levantado hasta que el sol brillaba
bien alto en el cielo. Habla y sonríe menos que antes; su
mirada es más decidida. Un día me atreví a decirle:
¿Echas de menos algo, hermano?
Me dirigió por debajo de sus pestañas una breve
mirada. ¡No echo de menos nada! contestó.
¡Ciertamente, mi madre estaba equivocada! No es hijo de mi
padre, sino de ella por su tenacidad.
¿Sabes lo ocurrido, hermana? Cuando me lo contaron,
lloré y reí a la vez. Ayer, mi hermano despertóse porque
llamaban enérgicamente a la puerta de su casa. Bajó él
mismo no tiene más que una criada , ¿y qué vio? Wang-
Da-Ma en persona, en una carreta, con un gran panero de
bambú y un hatillo de tela conteniendo sus vestidos.
He venido dijo simplemente para quedarme con el
hijo de mi ama, y servir a su nieto.
Pero le dijo mi hermano , ¿acaso ignoras que ya no se
me considera como al hijo de mi madre?
Wang-Da-Ma levantó, decidida, el hatillo con una mano
y el cesto con la otra, luego exclamó:
¿Y usted qué sabe? ¿Acaso no estaba yo allí para
recogerle entre mis brazos, desnudo como un pececillo y no
más largo que unos palmos? ¿No fui yo su ama de cría? Tal
como nació seguirá usted siendo, y su hijo será el nieto de mi
ama. ¡Y no nos compliquemos más la vida!
Mi hermano refirióme que se quedó aturdido, sin saber
qué decir ni qué hacer. Es cierto que Wang-Da-Ma nos vio
nacer . y desde luego, no se la puede considerar como una
132
simple sirvienta. Viendo que mi hermano dudaba, transpone
su bulto y la cesta al pequeño recibidor, jadeando y
refunfuñando es vieja y gruesa ; luego echó mano a su
bolsa y se enzarzó en violenta discusión con el hombre de la
carreta a propósito del precio del viaje. Y así fue como se
instaló en la casa.
Todo eso es por amor a mi madre. Es la misma de
siempre, se diría que ha vivido toda la vida en casa de mi
hermano. Sin embargo, sé muy bien que no logra
acostumbrarse a las escaleras. Mi hermano dice que finge no
ver nada que le produzca extrañeza, pero no puede con las
escaleras: se niega a subirlas en presencia de quien quiera
que sea. Hoy ha vaciado su saco, confesándome que no
podía aguantar lo que pasaba en casa de mi padre. Por ella
me he enterado de que la gorda concubina ha pasado a ser
la primera dama. La ascensión a este rango fue consagrada
en la gran sala, ante las sagradas tablillas. Ahora, la
concubina se pavonea, vestida de encarnado y violeta, con
las manos cargadas de sortijas. Además, se ha trasladado a
la habitación de mi madre.
Oyendo a Wang-Da-Ma referir esas cosas, comprendí
que nunca más podría volver a la antigua casa de los míos.
¿No has visto nunca, hermana, un hermoso valle gris
bajo un cielo gris? Las nubes se descorren súbitamente, el sol
brilla, la vida y los colores vuelven y cantan por doquier.
Así es ahora la extranjera. Sus ojos brillan de alegría, su
voz es un canto que no cesa nunca. Habla y sonríe siempre:
¡es verdaderamente hermosa! Hasta ahora, su belleza me
dejó perpleja. ¡Era tan distinta de todo lo que había
conocido! Pero se ha revelado. ¡De sus ojos desvanecióse la
negra melancolía. Éstos resplandecen, azules como el mar,
bajo un cielo sereno.
Mi hermano también está calmado desde que tomó
una decisión. Cuando pienso en el valor que tuvo al
abandonar su mundo por amor a su mujer ¿acaso ésta no
abandonó el suyo por amor a su marido? , me siento como
humillada. El fruto de semejante amor será hermoso como el
jade.
¿Y el niño? No será ni completamente oriental ni del
todo occidental, y por eso tendrá que crearse su propio
mundo. Me dije que si posee la fuerza espiritual de sus padres
logrará vencer todas las adversidades.
133
Pero se trata de mi opinión personal, y no soy más que
una mujer. Tendré que hablar a mi marido, que sabe más que
yo, para que me diga dónde está lo engañoso y lo cierto.
Pero de una cosa estoy segura, y es mi deseo de ver a
su hijo, que ya quiero como a un hermano del mío.
CAPÍTULO XXI
La extranjera canta. El canto le brota inagotable del
corazón a los labios; es de una asombrosa alegría. Pero
aquella que sepa lo que es ser madre, participará de su
alegría, unida a ella en la común experiencia humana.
Juntas hablamos de los vestiditos chinos. Cuando está
indecisa en la elección de los colores, la extranjera arruga la
frente, mientras sus labios sonríen, y razona así:
Si sus ojos son negros, esta tela le sentará bien. Pero si son
grises, será más acertado elegir este color rosa. Hermana,
¿cómo serán sus ojos?, ¿negros o grises?
Y vuelve hacia mí su sonriente mirada, y yo, riendo a mi
vez, le pregunto:
¿De qué color son en tu corazón?
Ella se sofoca, parece inundarse de luz y contesta:
Siempre negros. Elegiremos el color escarlata.
Y las dos estamos seguras de haber acertado en la
elección.
Le he mostrado los primeros zapatos de mi hijo y, de
común acuerdo, los hemos comparado a las muestras de
raso escarlata, y después a las de seda rosa. Yo misma he
bordado con mis propias manos los zapatitos con una cabeza
de tigre. Estas labores cimentan nuestra unión, y olvido los días
en que era para mí la extranjera. Ahora es mi hermana, y he
aprendido a llamarla por su nombre. Mary... Mary...
Cuando todo estuvo dispuesto, preparó un equipo de
telas extranjeras, simples y finas, que yo no había visto nunca.
Sonriente, me dijo:
Durante seis días será el hijo de su padre; pero al séptimo lo
vestiré con telas y encajes, y será americano como yo.
De pronto, se puso seria.
Al principio quise que fuese completamente chino, pero
ahora estoy convencida de que también debe ser un poco
134
americano. Así, hermana, pertenecerá un poco a nuestra
respectiva parte del mundo, al tuyo y al mío.
Sonrió de nuevo. Ahora comprendo cómo pudo vencer
y asegurarse tan cálidamente el corazón de mi hermano.
¡Hermana, el pequeño nació! Con una expresión de
orgullo, Wang-Da-Ma me lo trajo.
Es un varón, un leoncito en cuanto a fuerza y vigor. No
es tan hermoso como el mío: sería difícil, porque el hijo de mi
hermano y la extranjera es distinto de todos los demás niños.
Tiene la fuerte osamenta y la vivacidad llena de ardor
del Oeste. Pero tiene el cabello y los ojos como los nuestros; y
la piel luminosa como el jade, y oscura. Desde este momento
ya se puede ver que tiene los ojos y los labios de mi madre.
¡Con qué mezcla de dolor y alegría hago esta
observación!
A mi hermana no le hablé de parecidos. Le devolví su
hijo, diciéndole, con una sonrisa:
¿Ves tu obra? ¡Con este nudito ataste dos mundos!
Ella yacía en su lecho, exangüe. Sonriendo, dijo:
Ponlo a mi lado.
Obedecí, y el pequeño, junto al blanco seno de su
madre, parecía de una carnación más oscura todavía, y sus
ojos más negros. La madre le miró amorosamente y con sus
blancos dedos le acarició los cabellos negros.
La chaquetilla escarlata le sentará muy bien dije,
sonriendo. Y añadí : Es demasiado moreno para tu
blancura.
Es como su padre, y no deseo otra cosa contestó ella.
Ayer noche, después de nacer el niño, me encontraba
con mi marido en la habitación de nuestro hijo. La ventana
estaba abierta a la noche; había un hermoso claro de luna, el
jardín era una fantasía de blanco y negro. En el fondo claro
del cielo, los árboles desmochaban agudos colores de
ébano, con las cimas plateadas por la luna.
Los dos miramos al exterior, a la noche. Nuestro hijo
dormía, tranquilo, en su camita de bambú. Ha crecido tanto,
que ésta es demasiado pequeña para él, al agitarse tropieza
con los pies. ¡Todo un hombrecito!
Al oír su profunda respiración, mi marido y yo
cambiamos una mirada de orgullo. Pienso en el recién
nacido, en su parecido con mi madre, que concluyó sus días
cuando él empezaba los suyos. Un poco entristecida, dije:
135
¡Entre cuántos dolores vino al mundo el hijo de nuestro
hermano! Dolor a causa de la madre, su país y su raza; a
causa de la pérdida, por parte de mi madre, de su hijo único.
Y mi hermano perdió su casa, sus antepasados y la
sagrada tradición del pasado.
Mi marido sonrió, me echó un brazo por encima de los
hombros, y dijo gravemente:
¡Piensa únicamente en la alegría de esta unión! Gracias al
pequeño, los corazones de sus padres se han convertido en
un solo corazón. Piensa que él ha suprimido una diferencia de
raza, y una diferencia de educación secular.
Así me consuela, cuando recuerdo los recientes dolores.
No quiere de ninguna manera que me apegue al
pasado. Desea que piense en el porvenir. Dice:
¡El pasado, pasado está, querida! ¡Nuestro hijo no puede
sentirse encadenado al peso de todas esas cosas muertas!
Pensando en los dos mi hijo y su primo , me doy
cuenta de que mi marido tiene razón, ¡que siempre tiene
razón!
FIN
Compartir en redes sociales
Esta página ha sido visitada 42 veces.